miércoles, 28 de mayo de 2008

Elogio de vosotros (a través de la palabra).


Ahora que se va acercando el final de estos dos años, que espero la sentencia del concurso de traslados taladrado mañana en la güeb de la Junta de Andalucía, que la feria pone distancia entre las clases, vosotros y yo, reviso tranquilamente en casa el Elogio de la palabra.

Elogio de la palabra es un libro editado por el I.E.S. Albero en el que "escritores, artistas y personalidades de todo el mundo se expresan en favor de la Educación y la Cultura". Así, al menos, reza en la portada del libro. Permitidme decodificar estas palabras desde un punto de vista comunicativo. Tenemos, por un lado, a lo más nutrido de la intelectualidad de este planetita nuestro. Por otro, tenemos a unos tipos en un instituto en Alcalá. Estos tipos -Juan Antonio Muñoz, al igual que San Agustín, puede ser dos (y muchos más) y estar en cada uno de ellos por completo- tienen la particularidad de concebir la educación, sobre todo en estos tiempos, como un compromiso con uno mismo y, a partir de ahí, con todos los otros que forman la comunidad albérica. Los unos comienzan a pedir a los otros incitaciones a la lectura, al conocimiento, apologías contra la alienación. Ahí se va gestando el Elogio. Comienzan a llegar Vargas Llosa, Pérez Reverte, Miguel Delibes, Fernando Arrabal (¡ay, abuelo!), Álvaro Pombo, Ken Follet, José Saramago, Noam Chomsky, Harold Bloom... El lío, pues, está montado. Todos ellos os hablan a vosotros. Dialogan con vosotros. Se sientan ahí, a vuestro lado, y os susurran por qué leen, por qué leer. Puede, sólo puede, que toda esa gente no esté del todo equivocada. Ya me diréis.

Juan Antonio, además, tuvo la discutible ocurrencia de proponerme escribir -conocida es por él mi afición a juntar letras- unas palabras de incitación a la lectura. Para crearlas, pensé en vosotros y en mí. En aquello que siento cuando me dispongo delante de vosotros y, sobre todo, en aquello que veo en vosotros cuando comienza el teatro de los cincuenta y cinco minutos. Ahora que se va acercando el final de estos dos años, que espero la sentencia del concurso de traslados taladrado mañana en la güeb de la Junta de Andalucía, que la feria pone distancia entre las clases, vosotros y yo, permitid a este medio ser que os agradezca la noble tarea de sentirse válido a través de vuestros ojos. Permitidme que os haga llegar el texto que, con más voluntad que acierto, malformé pensando en vosotros, única justificación de mis desvelos de ¿profesor?

Tenéis la obligación de formaros lo mejor posible. Exprimid a quienes tenéis delante. Y, cuando estemos inservibles por la succión, arrojadnos y seguid parasitanto. A propios, a extraños. A vosotros mismos. A libros, a pantallas. Ése debe ser vuestro compromiso. "Lo demás, querido Horacio, lo demás es silencio."

Lo dicho, el texto:

"Cuando nos miráis, no somos nosotros los observados, son vuestros propios ojos los que, a través de esa mirada, os delatan. Creéis estar seguros, amparados tras el rectángulo-adarga de aglomerado que, a veces, utilizáis como mesa de ejercicios. Pensáis —¡si supierais qué entrañable resulta ese candor!— que los cincuenta y cinco minutos son una loriga que os hace inmunes a las palabras del enemigo, que os protege de contagios, de infecciones. Adoptáis sobre vuestra montura posición de defensa, arqueáis la espalda, mostráis sólo la cabeza protegida por la celada de otros pensamientos. A veces, incluso, fingís aburrimiento o desprecio. Las guerras, como todas las actividades humanas, también reclaman su cuota de ceremonia teatral. Y vosotros, ahí sentados, ahí enfrente, lleváis años ensayando el mismo ritual de la lucha, de la defensa.

Pero las piedritas de colores no os creen, os desmienten. A veces, sólo hace falta una palabra para encenderlas. Decimos amor, sexo, risa, muerte o dolor. Otras veces, unimos tres o cuatro palabras y resulta si yo fuese Dios y tuviese el secreto, haría un ser exacto a ti, o puede que aparezca y tú me dices que sabes que me hice sangre en las palabras de repetir tu nombre, de lastimar mis labios con la sed de tenerte o se cuela y la carne que tienta con sus frescos racimos. Y es entonces cuando la adarga se esfuma y os deja descubierto el cuerpo, desnudos, cuando la celada se desvanece y arrastra con ella el tiempo y sus miserias, cuando os despojáis de rituales, de luchas, de defensas, y os quedáis solos con vuestros ojos, con vuestras dos piedritas de colores, ahora incandescentes, que ya no protegen ni desprotegen, sino que son, están, ahí, dispuestas, porque es la sangre quien manda, porque estáis inyectados, infectados, y ya no observáis, sino que son dos ojos, vuestros propios ojos, quién os lo iba a decir, los que os han traicionado, delatándoos. Los mismos dos ojos que os sirven para leer, o caer."

Permitidme, asimismo, dejaros los poemas completos a los que pertenecen las citas del segundo párrafo del texto anterior.

"Me basta así", de Ángel González.

Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto,
haría un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos
cuando prueban el pan, es decir:
con la boca),
y si ese sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olor, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
—de esto sí estoy seguro: pongo
tanta atención cuando te beso—;
entonces,
si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo,
mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando —luego— callas...
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta).


"Espera", de José Manuel Caballero Bonald.

Y tú me dices
que tienes los pechos vencidos de esperarme,
que te duelen los ojos de tenerlos vacíos de mi cuerpo,
que has perdido hasta el tacto de tus manos
de palpar esta ausencia por el aire,
que olvidas el tamaño caliente de mi boca.

Y tú me lo dices que sabes
que me hice sangre en las palabras de repetir tu nombre,
de golpear mis labios con la sed de tenerte,
de darle a mi memoria, registrándola a ciegas,
una nueva manera de rescatarte en besos
desde la ausencia en la que tú me gritas
que me estás esperando.

Y tú me lo dices que estás tan hecha
a este deshabitado ocio de mi carne
que apenas si tu sombra se delata,
que apenas si eres cierta
en esta oscuridad que la distancia pone
entre tu cuerpo y el mío.


"Lo fatal", de Rubén Darío.

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
¡Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...

domingo, 18 de mayo de 2008

Aleixandre o el tiempo.


Mientras vuestros bolígrafos fatigaban la inercia de los exámenes de Lengua y Literatura de la última semana, yo me sentaba en el escalón de la tarima del salón de actos (o del S.A.M., o como lo queráis llamar, pues, para este post, el nombre no es arquetipo de la cosa), y leía. Poemillas, sin maldad, sin hacerle daño a nadie. Me reencontraba con los versos de uno de mis poetas de cabecera, Vicente Aleixandre, sevillano por accidente, malagueño por convicción y madrileño por postración en su residencia de la calle Velintonia. Ahora, tras el viaje a Zamora, he vuelto a aquellos poemas. Es curioso lo que ocurre a veces con la lectura. Sucede que los libros parecen esperarnos -o, quizás, somos nosotros los que esperamos a los libros-, y se nos avienen a la vida -o, quizás, somos nosotros los que nos avenimos a sus letras-, y acabamos inyectados los unos por los otros. Ahora veréis por qué.

El tiempo, como decía Cernuda de la muerte, es una graciosa red de cazar mariposas. Todos nos vemos delicadamente aherrojados por su seda tibia, leve, translúcida, que no transparente. Cambia, sin embargo, nuestra percepción de su transcurso.

Mientras escribíais vuestros exámanes, mientras mirabais techos, paredes o folios cercanos esperando que la Vigen María destilara compasión, mientras viajábamos por los Arribes del Duero o mientras confraternizábamos en las habitaciones de la residencia, yo pensaba en vuestra edad, en la mía, en la edad que yo tenía cuando hacía lo mismo que vosotros estabais haciendo, en la que tendréis todos vosotros cuando hagáis lo que yo estaba haciendo en ese momento. Y, entonces, leía o rememoraba los versos de Aleixandre que hoy os quiero mostrar.

Como del resto de la literatura, también de Vicente Aleixandre se hacen taxonomías, clasificaciones. Reducciones escolares, académicas en fin. Suele hablarse en la producción poética de Aleixandre de tres etapas: comunión (a ésta pertenecen los poemas más marcadamente surrealistas en los que el amor y la unión física tienen un papel principal), comunicación (encontramos aquí poemas de hermanamiento social del ser humano), y, finalmente, conocimiento. Aunque bien poco se explica a Aleixandre en clase, con algo de suerte se puede mal leer un poemita o dos de las primeras etapas. De la tercera, en cambio, nada. Son, precisamente estos poemas, los que me traen aquí hoy.

Vicente Aleixandre, en su senectud, reflexiona, fundamentalmente, sobre qué cosa es el conocimiento, la sabiduría y, unido a estos conceptos, se acerca al tema del paso del tiempo. Ya veis, siempre el tiempo, verdad última de nuestro goteo vital. Y reflexiona Aleixandre sobre qué cosa es el paso del tiempo y sobre la percepción que de ello se tiene en las distintas etapas de la vida. Eso pensaba yo mientras os veía afanaros en vuestros exámanes, y me recordaba a mí mismo no hace demasiado en vuestra misma situación, arqueando mi espalda y retorciéndome el rostro para recordar la fecha inútil que me daría medio punto más en el examen. Eso pensaba yo mientras os abrazabais en Zamora, mientras reíais, mientras caminábamos cansados, mientras llorábamos en la despedida. Cómo se vive el paso del tiempo.

Vosotros siempre tendréis la misma edad. Delante de mí tendré siempre esbozos de catorce, quince, dieciséis, diecisiete años. En cambio, el esbozo que soy yo, que somos todos los actores que nos dedicamos a esto, irá envejeciendo. Lenta pero irreversiblemente. Vosotros, sin notar el paso del tiempo; nosotros, sin quererlo notar. Es curioso cómo, en ocasiones, el ser humano intenta enmascarar las muestras palpables del transcurrir de su propia existencia. Qué le vamos a hacer, si esto es ser hombre.

He aquí esos poemas del honor, del horror, de lo inmarcesible y de lo ajado ya. A todos nos tocó. A todos, tarde o temprano, nos volverá a tocar, pues, como escribía Goethe, "sólo todos los hombres viven lo humano".

Los dos poemas que siguen pertenecen al libro Poemas de la consumación (1968).

"Los viejos y los jóvenes"

Unos, jóvenes, pasan. Ahí pasan, sucesivos,
ajenos a la tarde gloriosa que los unge.
Como esos viejos
más lentos van uncidos
a ese rayo final del sol poniente.
Éstos sí son conscientes de la tibieza de la tarde fina.
Delgado el sol les toca y ellos toman
su templanza: es un bien —¡quedan tan pocos!—,
y pasan despaciosos por esa senda clara.

Es el verdor primero de la estación temprana.
Un río juvenil, más bien niñez de un manantial cercano,
y el verdor incipiente: robles tiernos,
bosque hacia el puerto en ascensión ligera.
Ligerísima. Mas no van ya los viejos a su ritmo.
Y allí los jóvenes que se adelantan pasan
sin ver, y siguen, sin mirarles.
Los ancianos los miran. Son estables,
éstos, los que al extremo de la vida,
en el borde del fin, quedan suspensos,
sin caer, cual por siempre.
Mientras las juveniles sombras pasan, ellos sí, consumi­bles, [inestables,
urgidos de la sed que un soplo sacia.


"Rostro final"

La decadencia añade verdad, pero no halaga. Ah, la vicisitud
no se cancelará, pues es el tiempo.
Mas, sí su doloroso error, su poso triste. Más bien su torva imagen,
su residuo imprimido: allí el horror sin máscara.
Pues no es el viejo la máscara, sino otra desnudez impúdica;
más allá de la piel se está asomando,
sin dignidad. Desorden: no es un rostro el que vemos.
Por eso, cuando el viejo exhibe su hilarante visión se ve entre rejas,
degradado, el recuerdo de algún vivir, y asoma
la afilada nariz, comida o roída, el pelo quedo,
estopa, la gota turbia que hace el ojo, y el hueco o sima donde estuvo la boca y falta. Allí una herida
seca aún se abre y remeda algún son: un fuelle triste.
Con los garfios cogidos a los hierros, mascúllanse
sonidos rotos por unos dientes grandes, amarillos,
que de otra especie son, si existen. Ya no humanos.
Allí tras ese rostro un grito queda, un alarido
suspenso, la gesticulación sin tiempo...
Y allí entre hierros vemos la mentira final. La ya no vida.

sábado, 10 de mayo de 2008

Títeres sin cabeza.

En Todo lo demás, Woody Allen le dice a Jerry Folk, un cómico joven amigo suyo, que los hombres siempre han necesitado chamanes, confesores o psiquiatras para que les dijeran qué hacer, cómo pensar. En efecto, en el ser humano se observa una tendencia (suicida en muchos casos) a la autoimposición de dioses -religiosos o laicos, qué más da- para que sean éstos quienes marquen qué se debe hacer y qué no y, lo que es peor, para que sean estos propios dioses quienes eximan al hombre de la responsabilidad en sus errores. Como mecanismo de impunidad he de reconocer que no está nada mal, aunque todo falla si nos damos cuenta de la impostura. Y nuestra inteligencia, mal que nos pese a veces, tiende a detectar falacias redentoras, promesas mesiánicas.


Todo lo anterior viene a cuento de la última obra de Els Joglars, un grupo teatral catalán nacido en 1962 y dirigido por Albert Boadella. Tanto Els Joglars como Boadella están avalados, pues, por más cuarenta años de profesión. Durante estos cuarenta años han usado el teatro como plataforma crítica: primero dirigieron sus críticas contra el franquismo, su caspa intelectual y su saña censora (esto le valió a Boadella la cárcel); ahora, siguen reaccionando contra otros atropellos. En concreto, en su último montaje, La cena, a cuyo estreno asistí ayer, critican duramente "el gran negocio del medioambiente y la frivolidad política sobre un tema que afecta a toda la humanidad. El disparate se halla en el constante estímulo de una política de consumo compulsivo que al mismo tiempo provoca el supuesto cambio climático mientras se proponen simulacros de lucha por un mundo sin contaminación". Ahí es nada.



En La cena, España es la anfitrionada de una cumbre mundial sobre el cambio climático. El Gobierno español, por tanto, es también el encargado de oficiar la cena de clausura de esta cumbre, y contempla esta organización como una oportunidad única para mostrar al mundo su preocupación por las cuestiones medioambientales. Para esto, contrata a un famosísimo cocinero de renombre internacional, el Maestro Rada, magistralmente interpretado, una vez más, por Ramón Fontserè, especialista en "cocina sostenible y respetuosoa con el medio ambiente". Ni que decir tiene que tras este cocinero se esconde una crítica a toda la nouveau cousin, a Ferrán Adriá y todos aquellos que pretenden hacer filosofía cara del noble y necesario arte del buen yantar. A partir de esta contratación, la locura no tendrá freno.

Hablaba en el primer párrafo de los dioses, religiosos o laicos, que el ser humano se autoimpone. Els Joglars pretende con este montaje criticar irónicamente -si queréis sabes qué cosa es la ironía hay que ver a estos tíos actuar- a toda esa cohorte de visionarios, profetas, apóstoles o mesías de la catástrofe planetaria que se llenan las bocas -y los bolsillos- con la predicación del holocausto mundial al mismo tiempo que fomentan políticas hiperconsumistas. Por el espejo deformante de La cena pasan todos: Zapatero y su "Alianza de Civilizaciones", Al Gore, Carla Bruni y Sarkozy, el Dalai Lama, el Papa, Suso de Toro, Benedetti y, en general, toda la progresía reaccionaria de este y de otros países. Títeres sin cabeza.

Els Joglars nos ofrece un ejercicio impagable y difícil de encontrar hoy: la crítica irónica, la mordacidad, la honestidad, la ausencia de amos que dicten normas y sermones... y, sobre todo, Els Joglars nos ofrece teatro del bueno, arte. Hablaba en el post anterior de Dario Fo. Boadella y su grupo son otros de los reductos que quedan para no apestar a hipocresía. Están en Sevilla, en el Teatro Lope de Vega, hasta el día 18 de mayo. Id. Ya. No hay excusas.