jueves, 31 de diciembre de 2009

Volver a Carver.

A Jose, Elena, Aitor, Estrella y Rubén.

Zahara suena de fondo. Jose, Elena, Estrella y Aitor duermen. Rubén, que hasta hace nada ha estado mirando el libreto de un cd de la ELO que ha comprado en la fnac, cabecea en el sofá y parece que se deja vencer. La muchachada vela armas y ahorra fuerzas para la noche de fin de año, que se presenta con un bocadillo de calamares en una mano y las doce uvas en la otra. No es mal menú, ni mal plan.

Y yo, sin sueño. Y con Carver, con Short Cuts, para terminar en Madrid el año. Una colección de nueve cuentos publicados por Anagrama y con un prólogo del director de cine Robert Altman, que filmó una peli basada en estos relatos de Carver. Uno de los actores que participaron en ella fue Tom Waits, de quien compré el otro día The Heart of Saturday Night. En este disco aparece un tema que incluí en el post anterior sobre Carver. Es curioso ver cómo al final todo casa, y cómo todos los caminos conducen a Roma. Claro que, a veces —la mayoría—, estos caminos no son ni los más rectos ni los más rápidos ni parecen llegar a ningún sitio. Y cuánto se aprende estando perdido. Ya sabéis, para encontrarse, suele ser necesario perderse.

Me siguen estremeciendo los relatos de Raymond Carver. Gente intrascendente. Ni siquiera antihéroes. Gente que nunca saldría en los periódicos. Rumiando su tiempo, zafándose —intentándolo al menos— de sus dificultades, disfrutando de sus victorias con fecha de caducidad. Amando, odiando, engañando... en pequeño formato. Por ejemplo, Bill y Arlene Miller, que riegan las plantas y alimentan al gato de sus vecinos porque ellos están realizando el viaje que a Bill y Arlene les hubiera gustado emprender. O Earl Ober y su mujer, Doreen. Él en el restaurante en el que trabaja ella, avergonzado por los comentarios que un par de tíos hacen sobre el culo —a algunos tipos las palomitas les gustan gordas— de ella. O el protagonista de Vitaminas, y su mujer, Patti, y las amigas-compañeras de trabajo de ella, vendedoras puerta a puerta de vitaminas, cansadas de su trabajo, de su ciudad, y el deseo de mudarse a Portland, otro vacío al que escapar. O el engaño doloroso —dos, tres, cuatro... años no son nada cuando te revientan la vida— de Marian a Ralph en ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? O el hospital en el que el pequeño Scotty trata de recuperarse después de haber sido atropellado por un coche mientras su pastel de cumpleaños se queda rancio en la pastelería.

Son las historias de Carver. Altman lo explica mucho mejor que yo en el prólogo: "Raymond Carver hacía de lo prosaico poesía. Un crítico dijo de él que «revelaba lo extraño que se oculta tras lo banal», pero lo que hacía en realidad era captar las maravillosas idiosincrasias del comportamiento humano, esas idiosincrasias que se dan dentro de lo azaroso de las experiencias de la vida."

¡Larga lectura, pues, a Carver!

jueves, 24 de diciembre de 2009

Navidad.


Para celebrar el nacimiento
de Dios,

nuestro señor,
tiras la casa por la ventana
y compras

nueve guirnaldas brillantes
a euro el trío
figuritas del niño,
san josé bendito
y la virgen santísima
(una por cada sagrada forma,
se entiende)
dos arbolitos de plástico
con seis bolas de regalo cada uno
y
un esprai para crear la nieve
en el desierto de belén.
Todo, en una tienda de chinos
y por doce euros.

Revisa
la cuenta
de tu celebración,
porque aquí hay algo
que no me cuadra.



jueves, 17 de diciembre de 2009

Carver, otro sucio.


Será la calma que sigue al terremoto (en sentido estricto: 6'2 grados en la escala de Richter y con epicentro en el Cabo de San Vicente). O la anestesia causada por una noche de insomnio (insomnio, por otra parte, que nada tiene que ver con el terremoto; ahí me porté como todo un valiente). O esta Guinness mía que me he llevado a los labios mientras escuchaba a Tom Waits y terminaba de leer Tres rosas amarillas, un libro de relatos de Raymond Carver. Estoy muy tranquilo esta noche. Puede ser también que algo tenga que ver la drástica disminución de la montaña de exámenes por corregir que se apilaban en mi mesa de trabajo. En la vida —he aprendido con el paso de los años— casi nada sucede por una sola razón.

Llegué a Carver a través de Iribarren. En realidad, últimamente estoy investigando por ahí, Bukowski, Chandler... Sin embargo, he de admitir que a ése lo conocía de antes, primero a través de la peli El sueño eterno y, después, ya mediante la novela homónima. Pero vamos a Carver, que es lo que nos interesa.

Pongamos una etiquieta. Total, todo en esta vida lleva una etiqueta, no debemos asustarnos por eso. Realismo sucio, ¿no? Lo de siempre, eufónico pero vacío. O lo que es lo mismo, realidad decadentemente estilizada —épica cotidiana la llaman algunos—, tan falsa como todas las realidades que ha inventado el hombre. Y tan necesaria. No, no es original, lo sabemos, ya existieron la torre de marfil de Darío, los paraísos artificiales de Baudelaire o la sublimación de Galatea en el Polifemo gongorino (y la degradación del cíclope, negro el cabello...). Ésta, simplemente, sabe a vino malo, a pensión inmunda y a vómito sobre la ropa sucia. O, como en el caso del relato Intimidad, la realidad estilizada de Carver sabe a derrota, casualidad y arbitrariedad muerta.

Así comienza el relato. Un prodigo de estatismo nihilista y distante.

Anda, escuchad mientras esto.




TENGO unas gestiones que hacer al oeste del estado, así que aprovecho para pararme en la pequeña población donde vive mi ex mujer. No nos hemos visto en cuatro años. Pero de cuando en cuando, siempre que se publica algo mío o escriben sobre mí en revistas y periódicos —una semblanza, una entrevista—, le envío los recortes. No sé por qué lo hago; tal vez porque pienso que puede interesarle. Pero ella nunca me contesta.

Son las nueve de la mañana. No la he llamado por teléfono, y la verdad es que no sé cómo va a recibirme.

Pero me deja pasar. No parece sorprendida. No nos damos la mano. No que decir tiene que no nos besamos. Me hace pasar a la sala. Llevo apenas unos segundos sentado cuando me trae café. Luego empieza a decirme lo que piensa. Dice que soy el culpable de su angustia, que he hecho que se sienta desnuda y humillada.

Que quede claro: me suena tan familiar que no me siento en absoluto incómodo.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Hank Chinaski, perdedor.



PODÍA VER el camino que se abría frente a mí. Yo era pobre e iba a continuar siéndolo. Pero tampoco deseaba especialmente tener dinero. No sabía qué es lo que quería. Sí, lo sabía. Deseaba algún lugar donde esconderme, algún sitio donde no tuviera que hacer nada. El pensamiento de llegar a ser alguien no sólo no me atraía sino que me enfermaba. Pensar en ser un abogado, concejal, ingeniero, cualquier cosa por el estilo, me parecía imposible. O casarme, tener hijos, enjaularme en la estructura familiar. Ir a algún sitio para trabajar todos los días y después volver. Era imposible. Hacer cosas normales como ir a comidas campestres, fiestas de Navidad, el 4 de Julio, el Día del Trabajo, el Día de la Madre... ¿acaso los hombres nacían para soportar esas cosas y luego morir? Prefería ser un lavaplatos, volver a mi pequeña habitación y emborracharme hasta dormirme.

El tipo que escribió la contraportada tenía razón. "Algo así como un hermano paria de Holden Cauldfield, el dulce héroe de El guardián entre el centeno", decía. El hermano más paria, habrá querido decir, porque Holden no era, precisamente, una persona con arraigos. Pero sí, algo en común tienen. Inmadurez y odio, para empezar. Inadaptación también. Chinaski es más sucio, menos idealista, más agrio, más duro. Un tipo duro, o al menos eso es lo que él cree. Los dos —todos— cobardes. Y qué seguro de vida es la cobardía.

A Charles Bukowski lo conocía de oídas y tenía algunos prejuicios negativos con él. Es el arquetipo de escritor maldito, borracho, inadaptado, cínico, iconoclasta... No suena nada mal, ¿verdad? Y le tenía manía porque durante la carrera los tipos que me parecían más inframentales lo leían y, después, por mis propios fantasmas personales de los que, ahora, intento deshacerme. Espero, con esto, no estar convirtiéndome en uno de aquellos subnormales en versión crepuscular treintañera, lo cual sería muy lamentable. Sin embargo, empecé a apreciarlo cuando leí que Iribarren lo admiraba. Lo mismo que a Carver. El otro día, compré La senda del perdedor, en la editorial Anagrama. Debía enfrentarme cara a cara con ese nombre: Bukowski-Chinaski. Limpiamente. A ver si dolía una de mis múltiples llagas, si sangraba, o empezaba a cicatrizar. Bueno, no me he desangrado, y yo con eso me conformo. Ésa es mi triste épica diaria.

Henry —Hank— Chinaski es un niño que nace justo en los años de las Gran Depresión norteamericana. Su infancia transcurre en un barrio marginal durante los años treinta, dentro de una familia a la que no se siente vinculado y, ya en la adolescencia, con un acné que lo desfigura y le hace huir del mundo. Antes, durante y después, Chinaski sólo tiene un deseo: esconderse. Sin embargo, debe enfrentarse al mundo con las únicas armas que ha aprendido: el odio, el alcohol y sus puños. Y debe vivir lo que el mundo, su mundo, le ha mostrado: violencia, odio, sexo reprimido, sucedáneo de amistad...

YO NO TENÍA ningún interés. No tenía interés en nada. No tenía ni idea de cómo lograría escaparme. Al menos los demás tenían algún aliciente en la vida. Parecía que comprendían algo que a mí se me escapaba. Quizás yo estaba capidisminuido. Era posible. A menudo me sentía inferior. Tan sólo quería apartarme de ellos. Pero no había sitio donde ir. ¿Suicidio? Jesucristo, tan solo más trabajo. Deseaba dormir cinco años, pero no me dejarían.


Y, por supuesto, mucho más sexo del que nunca hayáis leído. Eso siempre vende mucho.

ESTABA en el 4.° grado cuando lo descubrí. Probablemente fui uno de los últimos en saberlo, porque todavía seguía sin hablar con nadie. Un chaval se me acercó mientras estaba parado en un rincón durante el recreo.
—¿No sabes cómo se hace? —me preguntó.
—¿El qué?
—Joder.
—¿Qué es eso?
—Tu madre tiene un agujero... —hizo un círculo con el pulgar y el índice de su mano derecha— y tu padre tiene una picha... —cogió el dedo índice de su mano izquierda y lo metió hacia delante y atrás por el agujero—. Entonces la picha de tu padre echa jugo y unas veces tu madre tiene un bebé y otras no.
—A los bebés los hace Dios —dije yo.
—Y una mierda —contestó el chaval, y se fue.
Era difícil para mí creerlo. Cuando se acabó el recreo me senté en clase y pensé acerca de ello. Mi madre tenía un agujero y mi padre tenía una picha que echaba jugo. ¿Cómo podían tener cosas como esas y andar por ahí como si todo fuera normal, hablando de las cosas, y luego haciendo eso sin contárselo a nadie? Me dieron verdaderas ganas de vomitar al pensar que yo había salido del jugo de mi padre.
Aquella noche, después de que se apagasen las luces, me quedé despierto en la cama escuchando. Claramente, empecé a escuchar sonidos. Su cama comenzó a rechinar. Podía oír los muelles. Salí de la cama, me acerqué de puntillas a su cuarto y escuché. La cama seguía produciendo sonidos. Entonces se paró. Volví corriendo a mi habitación. Oí a mi madre ir al baño. Oí que tiraba de la cadena y luego salía.
¡Qué cosa más terrible! ¡No importaba que lo hicieran en secreto! ¡Y pensar que todo el mundo lo hacía! ¡Los profesores, el director, todo el mundo! Era bastante estúpido. Entonces pensé en hacerlo con Lila Jane y no me pareció tan estúpido.




martes, 1 de diciembre de 2009

Dublin Soul.

Para ser un día en el que casi le das una hostia a un alumno —o que casi te la da él a ti, que habría estado más chuli—, un poco de Dublin soul era la única alternativa. Mezclado con my guinness, claro. A última hora, mientras tu compañera de guardia de biblioteca se hacía la loca —el tonto has sido tú—, encontraste The Commitments en una colección de cine europeo. La viste por primera vez hace muchos años, tendrías doce o tres o por ahí. Después has fatigado su banda sonora, pero no la habías vuelto a ver. Hoy sí, mientras te comías sabe dios qué cosa verduzca que encontraste en el frigo. The rhythm of soul is the rhythm of ridin'. Destiny! We're a band with a mission. Bringin' soul to Dublin. Bringin' the music to the proletariat. We're the guerrillas of soul.

Señoras y señores, The Commitments.





miércoles, 18 de noviembre de 2009

El Roto

Entre las pocas cosas inteligentes que hago al cabo del día —y me quedo largo—, está consultar la web de El País, aunque no para ver cómo Cebrián despedaza —o lo intenta, al menos— al pp de Mariano ni para ver cómo editorializa contra ZP porque Roures les haya quitado el fútbol. No, qué va, nada de eso. Consulto esa página porque casi al final, a la izquierda, muy pequeñito, aparece el enlace a las viñetas y, ya dentro, puedo ver lo último que ha creado la imaginación negra, desbordante, de El Roto.

A El Roto lo conocí hace años en El Puerto de Santa María, en un ciclo de conferencias organizadas por Goytisolo en torno a la narrativa española e hispanoamericana contemporáneas. Creo que incluso me dieron un diploma y todo por haber asistido. El caso es que íbamos con la ilusión de escuchar conferencias epatantes y descubrir visiones innovadoras sobre Borges, Cortázar y gente así, y nos encontramos con becarios bobalicones y estudiosos apoltronados que soltaban sus despapuchos sobre el uso del subjuntivo hiperbólico en la novela póstuma de Fulanito de Copas, pongo por caso. Bueno, al menos meamos junto a Villa Matas y le cogimos una teta a Fernán Caballero —a su estatua, digo—, algo es algo.

El caso es que una de las conferencias la pronunció El Roto y, aunque no mostró ninguno de sus dibujos, su sentido común valía mucho más que todas las horas de biblioteca onanista del resto. Desde entonces —bueno, desde que existe el intenné—, lo dicho, todas las mañanas veo qué nueva bofetada tiene El Roto que propinarle al mundo.




La viñetas de El Roto siempre me han recordado esta canción de Manu Chao. Todo mentira, desde la verdad hasta la propia mentira.



domingo, 25 de octubre de 2009

Caín.

Cuando el señor, también conocido como dios, se dio cuenta de que a adán y eva, perfectos en todo lo que se mostraba a la vista, no les salía ni una palabra de la boca ni emitían un simple sonido, por primario que fuera, no tuvo otro remedio que irritarse consigo mismo, ya que no había nadie más en el jardín del edén a quien responsabilizar de la gravísima falta, mientras que los otros animales, producto todos ellos, así como los dos humanos, del hágase divino, unos a través de mugidos y rugidos, otros con gruñidos, graznidos, silbos y cacareos, disfrutaban ya de voz propia. En un acceso de ira, sorprendente en quien todo lo podría solucionar con otro rápido fíat, corrió hacia la pareja y, a uno y luego al otro, sin contemplaciones, sin medias tintas, les metió la lengua garganta adentro.


Así comienza Caín, la nueva novela de José Saramago. Conociendo a ambos personajes, el novelado y el novelador, uno sabía antes de leer las ciento noventa páginas del libro que ni el asesino de Abel iba a ser retratado como un abyecto homicida ni el narrador Saramago, siempre presente en sus novelas casi como un personaje más, se iba a conformar con la creación de un personaje sumiso y abrumado por la omnipotencia divina. En efecto, nada de eso ha pasado.

Como este fin de semana me ha dado por agobiarme por distintos motivos que no vienen al caso —decía Blas de Otero que "ser hombre" era "horror a manos llenas"—, el sábado por la noche, en la cima de este siroco que tanto y tan bien me quiere, me humillé a comprar el nuevo libro de Saramago en el bendito OpenCor, abierto hasta las dos de la madrugada, y que más de una vez me ha servido tanto para un roto como para un descosido. Dieciocho mortadelos y pico, en pasta dura, letra grande y papelito de greenpeace. "Bienempleados sean dieciocho euros si consiguen ahuyentarme esta noche el horror", pensé. Y, bueno, con etapas de insomnio inclemente, el objetivo, mal que bien, se ha cumplido. Resultado: libro acabado en tiempo récord y otra novelita de Saramago que me echo al coleto. Interesante la novela, eso sí.

La parte conocida es que Caín mató por envidia a su hermano Abel. Hasta ahí nos cuenta la Biblia. Saramago, como ya hizo en El evangelio según Jesucristo, parte de un hecho bíblico para proponer situaciones que, pese a parecer descabelladas a primera vista, van encajando en la novela y en nuestro razonamiento como si su lugar hubiese estado fijado desde antes, desde siempre. Así, Caín, en conversación con Dios —impagable este Dios-personaje, humanizado, iracundo pero inseguro, negociador y taimado—, le hace tan responsable como a él mismo de la muerte de su hermano. Dios, atento, da la razón a Caín y, en lugar de acabar con él, lo condena a vagar errante pero, al mismo tiempo, le concede algo parecido a la inmortalidad. Desde entonces, Caín vagará por tierras y tiempos, y será testigo de episodios bíblicos que verá con nuevos ojos, con nueva visión, con aquella visión clarividente que posee quien conoce que Dios es, como mínimo, tan cruel como los hombres.

Reencontrarme con Saramago es un placer difícilmente explicable. Recuerdo mi primera lectura, la de El evangelio, cuando estaba en primero de carrera y me dedicaba a leerlo en enero, en lugar de estudiar aquellos exámenes más o menos ininteligibles. Recuerdo charlas impagables con Rosa sobre Saramago en las que analizábamos apasionadamente personajes, narrador, anécdotas, voces, sintaxis... mientras ella me iba descubriendo el Ensayo sobre la ceguera. Recuerdo haberle devuelto el favor con La caverna, que, previamente, me había dejado Carmen. Todo eso hasta llegar aquí, ahora, anoche, esta mañana, mientras Víctor y yo leíamos la misma novela, comentábamos el episodio de las esclavas y Caín, y yo sentía que todo, por un momento, volvía a encajar.


El primer capítulo de la novela, aquí.

viernes, 16 de octubre de 2009

Cummings, arma de doble filo.

Terminar un viernes a las diez y cuarto puede ser un arma de doble filo. En fines de semana como este, sin nadie a quien ver y con apetitos irrealizables, me dejo llevar por el ritmo de las mareas y me avengo junto al mar amparando mi soledad en un libro de E. E. Cummings. De sus páginas —no me acostumbro a este milagro de los libros por más que lo lleve experimentando muchos años— sale la luz hiriente de tres poemas que abren el cielo encapotado de este viernes a medias.

Conocí a Cummings —como otras muchas cosas— a través de Woody Allen. En Hannah y sus hermanas, Elliot, personaje interpretado por Michael Caine, le regala un libro suyo a su cuñada, de la que secretamente está enamorado. Le recomienda con especial vehemencia que lea el poema de la página ciento doce, pensé en ti cuando lo leí, le dice. Ella, más tarde, en la cama, lo lee y llora. La suerte estaba echada.

Aunque Cummings es un poeta más o menos conocido, me costó mucho encontrar ese poema en una traducción decente y en una edición atractiva. Finalmente, di con él en una edición bilingüe de la editorial Hiperión titulada Buffalo Bill ha muerto. La misma que he abierto esta mañana, la misma que contiene estos tres poemas.


I

ven un poco más lejos —por qué tener miedo—
ya despunta la primera estrella (¿tienes algún deseo?)
tócame
antes de que perezcamos
(créeme que nada de cuanto se ha
inventado podría arruinar esto o este instante)
bésame un poco:
el aire
se oscurece y está vivo—
vive conmigo en la parquedad de
estos colores;
que solos a duras penas
están siempre fuera del alcance de la muerte


II

porque te amo) anoche

ataviada con encajes marinos
se me apareció
tu alma deslizándose
con un risueño montón
de perlas algas corales y piedras;

se elevó, y (hundiéndose ante
mis ojos) hacia dentro, huyó; suavemente
tu rostro sonrisa pechos engullidos
por la muerte: ahogados solo

para volver a subir cuidadosamente a través de la profundidad
tus muñecas
muslos pies manos

irguiéndose
para volver a desaparecer por completo;
precipitándose suave rápidamente arrastrándose
anoche, todo tu
cuerpo con su espíritu flotaba
(ataviado sólo con

el agudo y oscilante murmullo de la marea


III (este es el poema de la película)

en algún lugar adonde nunca he ido, gozosamente más allá
de toda experiencia, tus ojos tienen su silencio:
en tu gesto más delicado hay cosas que me rodean,
o que no puedo tocar porque están demasiado cerca

tu mirada más leve me abrirá sin esfuerzo
aunque me haya cerrado como un puño,
tú siempre me abres pétalo a pétalo como abre la Primavera
(tocando hábil, misteriosamente) su primera rosa

o si tu deseo fuera cerrarme, yo y mi vida
nos cerraremos muy delicadamente, de repente,
como cuando el corazón de esta flor imagina
la nieve cayendo cuidadosamente por todas partes;

nada de lo que podamos percibir en este mundo iguala
el poder de tu intensa fragilidad: su textura
me domina con el color de sus países,
produciendo muerte y eternidad a cada latido

(no sé qué hay en ti que se cierra
y se abre; pero algo en mí comprende
que la voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas)
nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas


Escena completa en la que aparece este poema.



Segundo movimiento del Concierto en Fa menor de J. S. Bach incluido en la banda sonora de Hannah y sus hermanas.

lunes, 5 de octubre de 2009

Si la cosa funciona...

"Aprovecha todo el amor que puedas dar o recibir, toda la felicidad que puedas birlar o brindar, cualquier medida de gracia pasajera... Si la cosa funciona..."

Es raro que yo no haya hablado antes de Woody Allen por aquí. La primera película suya que vi fue Toma el dinero y corre, que venía en una colección en vhs que compró mi padre al que, por cierto, no le gusta el cine. Bueno, no es exactamente que no le guste, sino que sólo ve las pelis del oeste y, como nunca se acuerda de nada, las puede ver el tío diez o quince veces como si fuera la primera vez. Luego, muchos años después, en Canal + pusieron otras cuantas, Hannah y sus hermanas, entre otras, y me volvió a llamar la atención aquel judío de gafas de pasta que no paraba de hablar. En el verano de 2001, no sé por qué, llegaron a mis manos Annie Hall y Manhattan, y aquello supuso uno de los descubirmientos más grandes de mi vida. ¡Joder!, el tipo de las gafas de pasta y de la cara boba decía cosas muy interesantes. Ese mismo septiembre apareció en los quioscos de prensa una colección con la filmografía completa de Woody Allen, y yo usaba mi exigua manutención para la comida para comprar las pelis. Ha sido una de las mejores inversiones que he hecho jamás, os lo aseguro.

Quizás muchos únicamente conozcáis a Woody Allen por ser el director de la peli esa en la que Penélope Cruz y Scarlett Johansson se dan un morreo de media hora y por la que a la adorable Pe le dieron un Oscar. Bueno, pues tengo el inmenso placer de anunciaros que Woody Allen es mucho, muchísimo más, y que esa peli sólo es una de las peores de su filmografía.

En efecto, Manhattan —la sonrisa de Tracy...—, Annie Hall —el mundo se divide entre lo horrible y lo miserable—, Delitos y faltas —mi peli favorita; la cara de derrotado de Woody Allen en la última escena me sigue sobrecogiendo cada vez que la veo—, Septiembre —el universo es fortuito, moralmente neutro e increíblemente violento—, Match Point —¿Sabes que tienes un juego muy agresivo? / ¿Sabes que tienes unos labios muy sensuales?—... son verdaderos arcanos del humor, el dolor, la cordura, la locura, de la felicidad, de la infelicidad... de la vida, en fin, que es lo que se palpa en todas las películas de este amante infiel de Nueva York.

Ahora, en el cine, acaba de estrenarse Si la cosa funciona. No hay efectos especiales, no hay naves ni tiros, no hay malos ni buenos, no hay fiestas de adolescentes subnormales diciendo imbecilidades. No hay nada de eso. Precisamente por todas esas razones no os la podéis perder. La película cuenta la historia de Boris Yellnikoff, un físico desengañado que se gana la vida enseñando a jugar al ajedrez en el parque a unos niños a los que siempre acaba insultando. Boris tiene una visión iconoclasta y descarnada de la vida, y no suele dejar títere con cabeza cuando habla. Sin embargo, la vida se va a encargar de mostrarle una nueva perspectiva del asunto, una nueva forma de aceptar el paso del tiempo y, por supuesto, la seguridad de la muerte. Son los mismos temas de Woody Allen de siempre, ya, pero... ¿quién quiere más?




Y, de regalo, la primera escena de Manhattan. ¡Esto es cine!


sábado, 29 de agosto de 2009

Lascano Tegui, Vizconde sin condado.


BUSQUÉ siempre el amor que no poseía. Quise ser amado. He hecho todo lo posible. No he hecho nada más que eso. Los obreros se exponen a caer como los ladrillos desde los andamios. Pierden los brazos y las piernas. Yo no he podido perder nada y he perdido todo. Justo era que se me quisiera. No hay nada más que un amor. Ser amado. Ésa es la alegre monotonía de mi vida.


Que nadie se deje engañar por esta prosa meliflua de Emilio Lascano Tegui, falso Vizconde de vida inquieta y peripecias inverosímiles que tuvo a bien nacer en la Argentina, aunque pudo haber nacido donde se le hubiese antojado, sobre todo en Francia. Otro raro. Otro buceo en esa paraliteratura de la que en este blog ya hemos dado alguna muestra (Leutréamont, Pizarnik...). Sobre todo con el primero tiene que ver este Lascano Tegui. En su obra De la elegancia mientras se duerme (editorial Impedimenta) se adivina la misma falta de hilo narrativo que en los Cantos de Maldoror y, sobre todo, el mismo gusto por todas las parafilias habidas y por haber —os las podéis imaginar, que yo casi que prefiero no decirlas aquí—, entre ellas, claro está, el asesinato:

¿QUÉ ESTARÍA haciendo mi víctima?... Me agaché y miré la bodega que le servía de habitación. Estaba mondando patatas, prolijamente, lentamente. Me hice liviano, me deslicé por la compuerta de la escotilla. Comencé a bajar por la escalera que daba a sus espaldas. La barcaza se inclinó a popa. Deseaba llegar hasta la mujer sin ser sentido y hundirle mi puñal en la nuca como se hace con los terneros en el matadero. Cada milímetro de esa puñalada brusca debía sentirla en mi mano. La piel, la carne, los huesos, tal vez la médula debían ofrecerme esa resistencia que es la suprema voluptuosidad del asesinato. ¿La médula? ¿Es que podría seccionarla fácilmente? Y pensé en las cavernas de la época neolítica llenas de restos de huesos de caballo a los que nuestros padres chuparon las médulas frescas con fruición, aún calientes las presas según deducciones de los paleontólogos. Estaba ya a dos pasos de la mujer rubia, cuando se inclinó como para recoger mi sombra que se alargaba hasta el canasto donde tomaba las patatas. La mujer aquella que no sabía calcular a simple vista la moneda que le devolvían con esa inocencia con que realizan todas sus acciones los corderos a la vista de los lobos elegantes, me ofreció el sitio preferido que yo anhelaba en mis raciocinios y mi mano se me fue independientemente de mi voluntad, que el gesto tan rápido me impidió gustar ese pasaje del cuchillo a través de las carnes. Sentí mi mano enredada entre sus cabellos húmedos y un instante después un chorro de sangre pujar apresurado entre mi mano y el cabo del cuchillo. Fue cuando solté todo. Dejé el arma y la mujer que estaba retenida a mí por el punzón de acero. El bulto cayó. El cuerpo flácido de la mujer rubia entró dentro del canasto y dejó una mano sobre la silla en que había estado sentada. El otro brazo lo colocó bajo el brasero.

Pero no sólo de asesinatos vive el Vizconde. El amor con ribetes de depravación, la seducción con ídem y, en general, las reflexiones sobre todo lo que se le antoje tienen cabida en esta novelita, De la elegancia mientras se duerme, escrita en forma de diario de un hombre que se convierte en asesino por la pura voluptuosidad del crimen. Como muestra, una reflexión un tanto misógina —sí, la misoginia suele ser habitual en esta literatura— a propósito de la seducción tras conocer el personaje principal que ha contraído la sífilis debido a su vida prostibularia en el norte de África:

UNA SOLA duda pudiera retenerte —repuso el varón—, y es que a raíz del libro las mujeres te abandonen. Y eso no sucederá. Las mujeres aman con preferencia a un depravado. Si tú confiesas que te hallas enfermo de lo que llaman tan poéticamente nuestras esposas «de una mala enfermedad», recién sabrás lo que es ser amado. Tendrás, soberbio conquistador, el atractico de un peligro más. Hasta hoy, sólo el embarazo de ti hacíate seductor. Mañana, el nuevo encanto creará una nueva voluptuosidad: la de estar sifilítica. Será la cuarta voluptuosidad que le conozco a la mujer. Conocíale tres: la de abortar, la de menstruar y la de la cánula de irrigador.

Como veis, no tiene desperdicio. La novela se deja leer muy rápido, son apenas ciento ochenta páginas. Otra muestra más de esa literatura que no se enseña, de esa literatura proscrita de los planes de estudio, afortunadamente. Así siempre podremos hallar un mórbido placer en descubrir lo prohibido.

HE VUELTO a ver las dos cabras blancas. Una de ellas me ha mirado. Tiene ojos de señorita. La tarde estaba en silencio y he sentido un chivo dentro de mí, que la comprendía. Las cabras son los animales que me están más cerca, y no he podido menos de responder a esa mirada y comenzar un acercamiento con la más hermosa de ellas cuya ubre rosa es un seno de mujer.

sábado, 15 de agosto de 2009

Entre el centeno.


Cuándo aprendemos a leer. Cuando unimos las primeras letras o cuando descubrimos qué se puede hacer con ellas. No sé cuántos años tenía. Supongo que quince o dieciséis, no sé. Puede que más, o menos. A mi hermano le habían mandado el libro en el instituto. Lo tenía allí, más bien intocado. Desde que lo compró —yo fui con él a la librería— me llamó la atención su título. El guardián entre el centeno.

Lo cogí una mañana y empecé a leerlo. Yo, a mis quince o dieciséis años, más o menos. Y la historia de aquel tío, Holden. Y, sobre todo, su forma de hablar. Casi al final del libro, en el capítulo veintidós, yo aprendí a leer. Lo recuerdo nítidamente. Estaba en el balcón de la sala. Era la casa de mi abuela, aunque ella hubiese muerto hacía ya unos cuantos años. Aprendí a leer mientras Holden le explicaba a su hermana qué quería ser de mayor. Tuve que parar de leer aquello. ¡Joder, qué cosas se podían hacer con las palabras!

Ahora, a cien kilómetros de París, he vuelto a leerlo. Otros quince años después, sigo aprendiendo a leer.


—¿SABES lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me gustaría ser de verdad si pudiera elegir?
—¿Qué?
—¿Te acuerdas de esa canción que dice, «Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno...»? Me gustaría...
—Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno» —dijo Phoebe—. Y es un poema. Un poema de Robert Burns.
—Ya sé que es un poema de Robert Burns.
Tenía razón. Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno», pero entonces no lo sabía.
—Creí que era, «Si un cuerpo coge a otro cuerpo» —le dije—, pero, verás. Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.


La obra entera, aquí. Un clásico.

martes, 28 de julio de 2009

Rayuella III. Sobre el lenguaje y lo demás.


Lo hablábamos el otro día. Yo te decía que reconstruir hoy la rosa de Juan Ramón era una inutilidad. Tú, más comedido que yo, me decías que los elementos naturales siguen estando ahí, que son lo único que hay. Yo, matizando, te dije que claro que están ahí, pero que seguir tratándolos igual, con esa trascendencia y esos afanes telúricos, hoy, siglo XXI, con células madre y la madre de las células, ya no. Tú contraargumentaste donde me dolía, Iribarren y Wolfe también usan esos signos. Sí, te dije, pero en ellos no tienen el peso de tanta tradición, mira García Montero, por ejemplo, los sigue usando, aunque para mí muchos de esos usos están ya acabados. La lejanía de los referentes, en eso coincidíamos los dos. Y también en que una cosa es lo que se escribe y otra lo que se lee. ¿Quién nos quita a Garcilaso?

Todo surgió por el capítulo 99 de Rayuela, a la que, como me vaticinaste, se le va cogiendo el ritmo con el paso de las páginas. Sirvan estas líneas para seguir hablando. De literatura, o de lo que sea.


LOS SURREALISTAS
creyeron que el verdadero lenguaje y la verdadera realidad estaban censurados y relegados por la estructura racionalista y burguesa del occidente. Tenían razón, como lo sabe cualquier poeta, pero eso no era más que un momento en la complicada peladura de la banana. Resultado, más de uno se la comió con la cáscara. Los surrealistas se colgaron de las palabras en vez de despegarse brutalmente de ellas, como quisiera hacer Morelli desde la palabra misma. Fanáticos del verbo en estado puro, pitonisos frenéticos, aceptaron cualquier cosa mientras no pareciera excesivamente gramatical. No sospecharon bastante que la creación de todo un lenguaje, aunque termine traicionando su sentido, muestra irrefutablemente la estructura humana, sea la de un chino o la de un piel roja. Lenguaje quiere decir residencia en una realidad, vivencia en una realidad. Aunque sea cierto que el lenguaje que usamos nos traiciona (y Morelli no es el único en gritarlo a todos los vientos) no basta con querer liberarlo de sus tabúes. Hay que re-vivirlo, no re-animarlo.


¿PERO y después, qué vamos a hacer después? —dijo Babs.
—Me pregunto —dijo Oliveira—. Hasta hace unos veinte años había la gran respuesta: la Poesía, ñata, la Poesía. Te tapaban la boca con la gran palabra. Visión poética del mundo, conquista de una realidad poética. Pero después de la última guerra, te habrás dado cuenta de que se acabó. Quedan poetas, nadie lo niega, pero no los lee nadie.
—No digas tonterías —dijo Perico—. Yo leo montones de versos.
—Claro, yo también. Pero no se trata de los versos, che, se trata de eso que anunciaban los surrealistas y que todo poeta desea y busca, la famosa realidad poética. Creeme, querido, desde el año cincuenta estamos en plena realidad tecnológica, por lo menos estadísticamente hablando. Muy mal, una lástima, habrá que mesarse los cabellos, pero es así.
—A mí se me importa un bledo la tecnología —dijo Perico—. Fray Luis, por ejemplo...
—Estamos en mil novecientos cincuenta y pico. —Ya lo sé, coño.
—No parece.


Y POR ESO el escritor tiene que incendiar el lenguaje, acabar con las formas coaguladas e ir todavía más allá, poner en duda la posibilidad de que este lenguaje esté todavía en contacto con lo que pretende mentar. No ya las palabras en sí, porque eso importa menos, sino la estructura total de una lengua, de un discurso.
—Para todo lo cual se sirve de una lengua sumamente clara —dijo Perico.
—Por supuesto, Morelli no cree en los sistemas onomatopéyicos ni en los letrismos. No se trata de sustituir la sintaxis por la escritura automática o cualquier otro truco al uso. Lo que él quiere es transgredir el hecho literario total, el libro, si querés. A veces en la palabra, a veces en lo que la palabra transmite. Procede como un guerrillero, hace saltar lo que puede, el resto sigue su camino. No creas que no es un hombre de letras.


domingo, 26 de julio de 2009

Rayuela II. Morelliana sobre la escritura.


Las conversaciones que hemos tenido nosotros sobre la escritura, JaunLuz. Sobre el peso de los adjetivos, sobre la oscuridad de la sintaxis, sobre el tiempo de los verbos. Y ahí seguimos. Estando. "A través de los siglos, / por la nada del mundo, / yo, sin sueño, buscándote. / ¿Adónde el Paraíso, / sombra, tú que has estado? / Pregunta con silencio." Pues eso. El peso de las perras, de las palabras, encajándonos, o no. Es curioso, después de tanto tiempo sin hablar contigo, me siguen pareciendo perfectamente visionarios tus razonamientos sobre cómo escribir. Y tus explicaciones, a pesar de que recurras a captarme una benevolencia que no necesitas, son claras y certeras. ¡Cómo hemos cambiado! Para llegar al mismo sitio. Ya sabes, JuanLuz, "Yo soy dos ojos mis ojos abiertos / solos hacia ti que eres intocable". O, si quieres, "Cagó sangre aquella mañana. Lo supo desde antes, por el olor."

No he podido evitar acordarme de ti esta mañana, en el patio de la casa de Arcos, mientras leía el capítulo prescindible 112 de Rayuela. Ha venido a ponerle palabras a algo que me lleva obsesionando —literarariamente hablando (¿acaso hay más?)— desde hace tiempo.

MORELLIANA

Estoy revisando un relato que quisiera lo menos literario posible. Empresa desesperada desde el vamos, en la revisión saltan en seguida las frases insoportables. Un personaje llega a una escalera: «Ramón emprendió el descenso...» Tacho y escribo: «Ramón empezó a bajar...» Dejo la revisión para preguntarme una vez más las verdaderas razones de esta repulsión por el lenguaje «literario». Emprender el descenso no tiene nada de malo como no sea su facilidad: pero empezar a bajar es exactamente lo mismo salvo que más crudo, prosaico (es decir, mero vehículo de información), mientras que la otra forma parece ya combinar lo útil con lo agradable. En suma, lo que me repele en «emprendió el descenso» es el uso decorativo de un verbo y un sustantivo que no empleamos casi nunca en el habla corriente; en suma, me repele el lenguaje literario (en mi obra, se entiende). ¿Por qué?

De persistir en esa actitud, que empobrece vertiginosamente casi todo lo que he escrito en los últimos años, no tardaré en sentirme incapaz de formular la menor idea, de intentar la más simple descripción. Si mis razones fueran las del Lord Chandos de Hofmannsthal, no habría motivo de queja, pero si esta repulsión a la retórica (porque en el fondo es eso) sólo se debe a un desecamiento verbal, correlativo y paralelo a otro vital entonces sería preferible renunciar de raíz a toda escritura. Releer los resultados de lo que escribo en estos tiempos me aburre. Pero a la vez, detrás de esa pobreza deliberada, detrás de ese «empezar a bajar» que sustituye a «emprender el descenso», entreveo algo que me alienta. Escribo muy mal, pero algo pasa a través. El «estilo» de antes era un espejo para lectores-alondra; se miraban, se solazaban, se reconocían, como ese público que espera, reconoce y goza las réplicas de los personajes de un Salacrou o un Anouilh. Es mucho más fácil escribir así que escribir («describir», casi) como quisiera hacerlo ahora, porque ya no hay diálogo o encuentro con el lector, hay solamente esperanza de un cierto diálogo con un cierto y remoto lector. Por supuesto, el problema se sitúa en un plano moral. Quizá la arteriosclerosis, el avance de la edad acentúan esta tendencia —un poco misantrópica, me temo— a exaltar el ethos y descubrir (en mi caso es un descubrimiento bien tardío) que los órdenes estéticos son más un espejo que un pasaje para la ansiedad metafísica.

Sigo tan sediento de absoluto como cuando tenía veinte años, pero la delicada crispación, la delicia ácida y mordiente del acto creador o de la simple contemplación de la belleza, no me parecen ya un premio, un acceso a una realidad absoluta y satisfactoria. Sólo hay una belleza que todavía puede darme ese acceso: aquella que es un fin y no un medio, y que lo es porque su creador ha identificado en sí mismo su sentido de la condición humana con su sentido de la condición de artista. En cambio el plano meramente estético me parece eso: meramente. No puedo explicarme mejor.


jueves, 23 de julio de 2009

Rayuela I. Jazzuela.

En esto anda metido uno ahora. Los calores veraniagos con Rayuela, que son menos. Un poco de jazz, para empezar. Capítulo 17.



NADIE parecía dispuesto a contradecirlo porque Wong esmeradamente aparecía con el café y Ronald, encogiéndose de hombros, había soltado a los Warring’s Pennsylvanians y desde un chirriar terrible llegaba el tema que encantaba a Oliveira, una trompeta anónima y después el piano, todo entre un humo de fonógrafo viejo y pésima grabación, de orquesta barata y como anterior al jazz, al fin y al cabo de esos viejos discos, de los show boats y de las noches de Storyville había nacido la única música universal del siglo, algo que acercaba a los hombres más y mejor que el esperanto, la Unesco o las aerolíneas, una música bastante primitiva para alcanzar universalidad y bastante buena para hacer su propia historia, con cismas, renuncias y herejías, su charleston, su black bottom, su shimmy, su foxtrot, su stomp, sus blues, para admitir las clasificaciones y las etiquetas, el estilo esto y aquello, el swing, el bebop, el cool, ir y volver del romanticismo y el clasicismo, hot y jazz cerebral, una música-hombre, una música con historia a diferencia de la estúpida música animal de baile, la polka, el vals, la zamba, una música que permitía reconocerse y estimarse en Copenhague como en Mendoza o en Ciudad del Cabo, que acercaba a los adolescentes con sus discos bajo el brazo, que les daba nombres y melodías como cifras para reconocerse y adentrarse y sentirse menos solos rodeados de jefes de oficina, familias y amores infinitamente amargos, una música que permitía todas las imaginaciones y los gustos, la colección de afónicos 78 con Freddie Keppard o Bunk Johnson, la exclusividad reaccionaria del Dixieland, la especialización académica en Bix Beiderbecke o el salto a la gran aventura de Thelonius Monk, Horace Silver o Thad Jones, la cursilería de Erroll Garner o Art Tatum, los arrepentimientos o las abjuraciones, la predilección por los pequeños conjuntos, las misteriosas grabaciones con seudónimos y denominaciones impuestas por marcas de discos o caprichos del momento y toda esa francmasonería de sábado por la noche en la pieza del estudiante o en el sótano de la peña, con muchachas que prefieren bailar mientas escuchan Star Dust o When your man is going to put you down , y huelen despacio y dulcemente a perfume y a piel y a calor, se dejan besar cuando es tarde y alguien ha puesto The blues with a feeling y casi no se baila, solamente se está de pie, balanceándose, y todo es turbio y sucio y canalla y cada hombre quisiera arrancar esos corpiños tibios mientras las manos acarician una espalda y las muchachas tienen la boca entreabierta y se van dando al miedo delicioso y a la noche, entonces sube una trompeta poseyéndolas por todos los hombres, tomándolas con una sola frase caliente que las deja caer como una planta cortada entre los brazos de los compañeros, y hay una inmóvil carrera, un salto al aire de la noche, sobre la ciudad, hasta que un piano minucioso las devuelve a sí misma, exhaustas y reconciliadas y todavía vírgenes hasta el sábado siguiente, todo eso en una música que espanta a los cogotes de platea, a los que creen que nada es de verdad si no hay programas impresos y acomodadores, y así va el mundo y el jazz es como un pájaro que migra o emigra o inmigra o transmigra, saltabarreras, burlaaduanas, algo que corre y se difunde y esta noche en Viena está cantando Ella Fitzgerald mientras en París Kenny Clarke inaugura una cave y en Perpignan brincan los dedos de Oscar Peterson, y Satchmo por todas partes con el don de ubicuidad que le ha prestado el Señor, en Birmingham, en Varsovia, en Milán, en Buenos Aires, en Ginebra, en el mundo entero, es inevitable, es la lluvia y el pan y la sal, algo absolutamente indiferente a los ritos nacionales, a las tradiciones inviolables, al idioma y al folklore: una nube sin fronteras, un espía del aire y del agua, una forma arquetípica, algo de antes, de abajo, que reconcilia mexicanos con noruegos y rusos y españoles, los reincorpora al oscuro fuego central olvidado, torpe y mal y precariamente los devuelve a un origen traicionado, les señala que quizás había otros caminos y que el que tomaron no era el único y no era el mejor, o que quizá había otros caminos y que el que tomaron era el mejor, pero que quizá había otros caminos dulces de caminar y que no los tomaron, o los tomaron a medias, y que un hombre es siempre más que un hombre y siempre menos que un hombre, más que un hombres porque encierra eso que el jazz alude y soslaya y hasta anticipa, y menos que un hombre porque de esa libertad ha hecho un juego estético o moral, un tablero de ajedrez donde se reserva ser el alfil o el caballo, una definición de libertad que se enseña en las escuelas, precisamente en las escuelas donde jamás se ha enseñado y jamás se enseñará a los niños el primer compás de un ragtime y la primera frase de un blues, etcétera, etcétera.

I could sit right here and think a thousand miles away,
I could sit right here and think a thousand miles away,
Since I had the blues this bad, I can’t remember the day…





jueves, 28 de mayo de 2009

Confidencias (final). Trastodo.


"La fórmula"

Hay que estar preparados para lo peor
y disfrutar de lo bueno.
Ésa es la fórmula.
Saber que nada es duradero;
que la palabra siempre
es engañosa, falsa, equívoca;
que lo que hoy nos une eternamente,
mañana será polvo, odio quizás, historia de la mala;
que la vida se venga en la felicidad.
Saber que será así, o podrá serlo.
Y vivir como si el tiempo nos debiese algo,
como si fuese nuestro,
exigiéndole al contado lo que nos pertenece.


Karmelo C. Iribarren.


Saludos a todos.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Confidencias (y IV). Asunción, cinismo.


"Momentos que no tienen precio"

Llegar al fin
hasta la puerta
de tu casa,
entrar,
echar todas las cerraduras,
y, como quien saborea
el sabor de la venganza,
decirlo:

«Ahí
os quedáis,
hijosdeputa».




De nuevo Iribarren. El cuarto —y último— que os tenía prometido. En realidad, era lo que quedaba: después de las falacias del amor más y del menos, después de la comprobación-joda del tiempo y sus lepras variadas, sólo quedan la asunción y el cinismo. Así que cerrad bien la puerta, repetid con todo el odio que podáis —y sin separar los dientes— los tres últimos versos del poema anterior y disponeos a aprender cómo aún puede hacerse uno más sangre, todavía.


"Lágrimas de mujer"

El rostro
pesaroso de la virgen
intentando explicarle
al carpintero
la mediación divina
en el desaguisado,
resultaba
—sin duda—
mucho más convincente
que tus lágrimas.

Contened, chicas, vuestros arrebatos feministas. Cambiad la tercera palabra del título por su contraria y tendréis una realidad igualmente constatable, y detestable.


"Valores en alza"

No sólo eres guapo,
fuerte y listo,
sino que además
de conciencia
ni una pizca.

Enhorabuena,
amigo:
este mundo
está hecho
a tu medida.


Os hago notar que es necesario poseer todos los atributos que indica el poema. Quiero decir que si, por ejemplo, eres listo y no tienes ni pizca de conciencia pues estás igual de jodido que si fueses inframental y concienciado. Dicho lo cual, me voy a informar este verano a ver si en Corporación Dermoestética me pueden hacer fuerte y guapo y, ¡por fin!, el mundo estará hecho a mi medida...


"Los que dominan el mundo"

Mister Hammersmith
—dijo hipando
la mujer del senador—,
esta noche
su casa
parece un zoológico
tercermundista:
no hay más que zorras
y ratas.

...y, así, para otoño —fuerte, guapo, listo y sin conciencia—, podré entrar en el selecto grupo del que habla este poema y ser una zorra o una rata (o ambas, que es lo suyo), pero dominando, que es de lo que se trata. ¡Tiembla, octubre!


"Por qué no"

Esta noche, por lo que a mí
respecta, bien podría saltar
el mundo en mil pedazos.
Por qué no. Y nosotros con él.
Acabar. Echarle de una vez
—y para siempre— el telón
a este teatro, a esta absurda
comedia. Al menos, tendría
su razón de ser otra cerveza.


Claro que, lo más seguro, es que los de Corporación Dermoestética me digan que lo mío no tiene arreglo, y se me jodan las fiestas con los señores Hammersmith y el resto del bestiario. Así que sólo me quedará el recurso de convertirme en asesino en masa —descartado: soy infinitamente cobarde— o maldecirlo todo —mucho más probable—.


"Pobres diablos"

Aunque nos cueste admitirlo
cómo nos alegra
comprobar
que aquel viejo colega
—al que no habíamos visto
desde vete a saber cuándo—
tampoco ha llegado
a ningún sitio,

que en el fondo no es más
que un pobre diablo,
como nosotros,

y que el cabrón de él
se alegra de lo mismo.


¡Claro!, no vamos a pensar que somos tan originales como para ser los únicos pobres diablos que han pensado en que el mundo reventara con todos dentro. No, qué va, ni mucho menos. El colega —al que los jambos de la clínica le habrán dicho lo mismo que a nosotros— también está deseando que la cosa se vaya a pique. Mientras tanto, sólo nos queda el consuelo de tener todos la misma naturaleza entomológica (yo me pido la cucaracha, que soy muy kafkiano).


"Una edad"

36 años. Ni tan joven ya,
ni todavía viejo. Una edad rara
—dicen—, seria; una edad gris.
No lo sé. Suficiente, eso sí,
para que a veces sientas
que los mejores dían han volado.
Y, lo que es peor aún,
que no fueron tan buenos.


Pero resulta que no termina de saltar el mundo en mil pedazos, ¡qué va! Y el tiempo va pasando, fugit que te fugit. Esto os queda lejos... por ahora. Pero si tenéis a bien descender al infierno de un instituto dentro de unos diez o doce años, buscadme —tengo la costumbre de durar—y decidme si entonces os sigue quedando igual de lejos.


"El futuro"

El futuro es vuestro,
chavales,
decían,
como quien te dice
que te ha tocado algo.

¡El futuro!
Menudo
fraude:

letras y letras
y más letras de Banco,

o la puta calle.


Vale el comentario anterior.

Ea, chavales, hasta otra. Mañana cuelgo un último poemita para que no os quedéis con este sabor —cierto— tan amargo.

lunes, 18 de mayo de 2009

Benedetti.


Ha muerto Benedetti, Carmen. Lo escuché esta mañana en la radio. Ya estaba enfermo desde hacía tiempo. Había estado hospitalizado —qué feo suena eso de estar hospitalizado— y ésta ha sido la definitiva. Hace unos cuantos años murió Luz, nombre impreso en la página de cortesía de todos sus libros. Su mujer. Leí en un artículo que Benedetti no había sido el mismo desde entonces, que parecía que se dejaba ir, como queriendo llegar. Y, según el señor de la radio, ya ha llegado.

Y, claro, me he acordado de ti. De aquella tarde de viernes en la que nos encontramos y tú me preguntaste qué te ha pasado, Pablo. Ibas a la carnicería, pero no fuiste. Estuvimos hablando, aquello de la ingeniería no iba conmigo. Ahora, al recordarlo, intuyo una sonrisa en tu boca de entonces, como si ya supieras que, antes o después, eso tenía que pasar. Toma, me dijiste al despedirnos. Y me entregaste La tregua. Me agarré a ese libro, Carmen, mientras lo leía por las tardes en la terraza del piso de Sevilla. Me agarré como si fuera lo único seguro del mundo. No fueron tiempos fáciles. Nos volvimos a ver. Te lo tenía que devolver. Toma, me dijiste al despedirnos. Y me regalaste El amor, las mujeres y la vida. Ahí es nada. Qué tres cosas, Carmen. De todas me has enseñado algo, y ahí sigues.

Después vino Gracias por el fuego. Y yo empecé Filología Hispánica. Y nos escribíamos cartas de vuelo raso. Y agoté en la biblioteca de la Facultad todo lo que encontré de Benedetti: El cumpleaños de Juan Ángel, Montevideanos, Esta mañana, La muerte y otras sorpresas, Buzón de tiempo, los Inventarios... Antes de eso —y durante—, vinieron El tragaluz y La sangre de Dios. Y aquellos textos tuyos sin los que no habría querido hacer teatro. Porque antes fue el teatro —llevabas mallas blancas la primera vez que te vi—, ¿te acuerdas, Carmen? Tú cosiéndome la saya —esa palabra me la enseñaste tú— en el salón de actos, el Romance del talabartero y la talabartera, mis ochenta uvas y mis diez salchichas, la carta con tu cuarto acto de Hamlet en Semana Santa, con tu letra. Y Pedro y el Capitán, Carmen. Haciéndome mayor. Tu visita, el día del estreno, inesperada. Siempre lloraba en los estrenos. Creo que sólo he llorado ahí.

Hace mucho tiempo leí en un suplemento cultural que la poesía de Benedetti era diarreica. Bueno, no lo sé. De lo que sí estoy seguro es de que gracias a ella, gracias a ti, me enseñaste se querían, sufrían por la luz, labios azules en la madrugada —estoy viendo esto ahora en clase, Pablo, mira qué verso tan precioso, y me lo escribiste justo antes de bajarme del autobús—, o que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender demasiado tarde, o en ti quedo. Y tantas cosas. ¿Sabes, Carmen, qué dos recuerdos tengo del descubrimiento de la literatura? Uno, leyendo El guardián entre el centeno. Otro, en una clase tuya, de Lengua, en COU. En una actividad del libro verde de Carbonero había que analizar los adjetivos o qué sé yo en el poema "Como tú", de León Felipe. Sonó el timbre. Levantándote de la silla para irte, preguntaste si alguien había comprendido el poema. Yo te respondí que creía que sí, que trataba de alguien que sólo deseaba ser libre. Nunca olvidaré tus ojos, alejándote, ni tu cabeza asintiendo.

Un beso, Carmen. Tengo ganas de verte.


"Corazón coraza"

Porque te tengo y no
porque te pienso
porque la noche está de ojos abiertos
porque la noche pasa y digo amor
porque has venido a recoger tu imagen
y eres mejor que todas tus imágenes
porque eres linda desde el pie hasta el alma
porque eres buena desde el alma a mí
porque te escondes dulce en el orgullo
pequeña y dulce
corazón coraza

porque eres mía
porque no eres mía
porque te miro y muero
y peor que muero
si no te miro amor
si no te miro

porque tú siempre existes dondequiera
pero existes mejor donde te quiero
porque tu boca es sangre
y tienes frío
tengo que amarte amor
tengo que amarte
aunque esta herida duela como dos
aunque te busque y no te encuentre
y aunque
la noche pase y yo te tenga
y no.




"No te salves"

No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino

y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.





"Hagamos un trato"

Compañera
usted sabe
puede contar
conmigo
no hasta dos
o hasta diez
sino contar
conmigo

si alguna vez
advierte
que la miro a los ojos
y una veta de amor
reconoce en los míos
no alerte sus fusiles
ni piense qué delirio
a pesar de la veta
o tal vez porque existe
usted puede contar
conmigo

si otras veces
me encuentra
huraño sin motivo
no piense qué flojera
igual puede contar
conmigo

pero hagamos un trato
yo quisiera contar
con usted

es tan lindo
saber que usted existe
uno se siente vivo
y cuando digo esto
quiero decir contar
aunque sea hasta dos
aunque sea hasta cinco
no ya para que acuda
presurosa en mi auxilio
sino para saber
a ciencia cierta
que usted sabe que puede
contar conmigo.





"Táctica y estrategia"

Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos

mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible

mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos

mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos
no haya telón
ni abismos

mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple
mi estrategia es
que un día cualquiera
mo sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites.





"Todavía"

No lo creo todavía
estás llegando a mi lado
y la noche es un puñado
de estrellas y de alegría.
Palpo, gusto, escucho y veo
tu rostro, tu paso largo
tus manos y sin embargo
todavía no lo creo.

Tu regreso tiene tanto
que ver contigo y conmigo
que por cábala lo digo
y por las dudas lo canto
nadie nunca te reemplaza
y las cosas más triviales
se vuelven fundamentales
porque estás llegando a casa.

Sin embargo todavía
dudo de esta buena suerte
porque el cielo de tenerte
me parece fantasía.

Pero venís y es seguro
y venís con tu mirada
y por eso tu llegada
hace mágico el futuro.

Y aunque no siempre he entendido
mis culpas y mis fracasos
en cambio sé que en tus brazos
el mundo tiene sentido.

Y si beso la osadía
y el misterio de tus labios
no habrá dudas ni resabios
te querré más todavía.


domingo, 17 de mayo de 2009

Sin destino.


Los placeres del confinamiento y la exclusión me permiten, por ejemplo, dedicar un fin de semana a leer Sin destino, una novela de Imre Kertész, sin que nadie a través del móvil, del messenger o del correo electrónico me reclame para ningún rito social. Voluntariamente excluyo la visita personal a mi casa —a la de Víctor, quiero decir—, pues eso es algo que hace años que no sucede.

De Kertész leí la semana pasada Un relato policíaco, novela corta que llevaba durmiendo en mi librería el sueño de los injustos desde enero, y su tema —torturas, los no-límetes de la abyección humana— me interesó, para variar. Sin embargo, no fue eso lo mejor. Su narrador, uno de los torturadores que escribe sus memorias desde la celda de la cárcel mientras espera su juicio-farsa en el que resultará, con toda seguridad, condenado, cuenta la historia de una forma aséptica, objetiva. Eso fue lo que más me gustó. Los excesos verbales —y yo que los cometo sé de lo que hablo— preludian o, en el peor de los casos, confirman la doctrina panfletaria. Imre Kertész ahí no entra, y eso es todo un acierto.

Sin destino narra las vivencias de György Köves, un joven judío de quince años, primero en Budapest y, posteriormente, en diversos campos de concentración nazis. No es difícil adivinar en este personaje un trasunto autobiográfico del propio Kertész. Bien, hasta ahí nada nuevo. Son muchas las novelas o películas que han tratado este tema. Se me vienen ahora a la cabeza El largo viaje, de Jorge Semprún, El niño del pijama de rayas, de J. Boyne, o películas como El pianista, de R. Polanki, o La vida es bella, de R. Beningni.

Sin embargo, hay algo que diferencia a todas estas de Sin destino. Kertész, de nuevo, se esfuerza por objetivizar la situación —muchas veces a través de la ironía— y alejar este tema de tentaciones patéticas o sentimentales con las que sería muy fácil atraer al lector. Desde luego, no estoy diciendo que las anteriores sí hagan eso —algunas sí lo hacen y descaradamente, pero ése es otro tema—, sino que el acierto de Sin destino reside en presentar de una forma casi científica hechos que, por sí solos y a estas alturas de la película, no necesitan el subrayado en negrita para parecernos abominables.

A propósito de esto que digo, os dejo el final de la novela (no os preocupéis, nada os destripo). Aquí la tenéis completa en formato pdf, para quien se quiera aventurar.

BUENO, tampoco había que exagerar, puesto que justamente allí residía el meollo de la cuestión: allí estaba yo, aceptando cualquier argumento con tal de poder seguir viviendo. Miré alrededor en aquella plaza pacífica, ya crepuscular, por las calles atormentadas pero llenas de promesas, y sentí cómo crecían y se juntaban en mí las ganas de continuar con mi vida, aunque pareciera imposible. Mi madre me estaría esperando y seguramente se pondría muy contenta de verme, la pobre. Me acordé de que ella quería que yo fuera arquitecto, médico o algo así. Seguramente así sería, como ella deseara, puesto que no podía haber ninguna cosa insensata que no pudiéramos vivir de manera natural, y en mi camino, ya lo sabía, me estaría esperando, como una inevitable trampa, la felicidad. Incluso allá, al lado de las chimeneas había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas algo que se parecía a la felicidad. Todos me preguntaban por las calamidades, por los «horrores», cuando para mí ésa había sido la experiencia que más recordaba. Claro, de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo.


Acabo de descubrir que hay una versión cinematográfica de Sin destino, dirigida por Lajos Koltai. Os dejo el traíler —no me ha gustado, a propósito, porque se pone más conmovedor de la cuenta—, pero habrá que ver la peli.


miércoles, 13 de mayo de 2009

Preferiría no hacerlo.


Bartleby, el escribiente apenas tiene treinta páginas. Narrado en primera persona por un abogado testigo de los hechos que se cuentan, esta pequeña novela crea uno de los personajes más conmovedores, lacónicos e inclasificables con los que jamás me he encontrado: el señor Bartleby, escribiente en el despacho del abogado narrador, un hombre inexpresivo y ataráxico cuya máxima muestra comunicativa es la oración preferiría no hacerlo. Pues sí, Bartleby prefiere no hacer recados, prefiere no leer en voz alta documentos, prefiere no ir a comer, prefiere no relacionarse con sus compañeros de trabajo... Sólo copia... hasta que decide —prefiere— no copiar, claro.

Escrita por Herman Melville —el autor de Moby Dick— en 1856, es ya un lugar común hablar de ella como prekafkiana. De hecho, Borges dijo a propósito de esta novela: «Bartleby prefigura a Franz Kafka. Su desconcertante protagonista es un hombre oscuro que se niega tenazmente a la acción. El autor no lo explica, pero nuestra imaginación lo acepta inmediatamente y no sin mucha lástima. En realidad son dos los protagonistas: el obstinado Bartleby y el narrador que se resigna a su obstinación y acaba por encariñarse con él.»

Novelas como ésta, como El doble o Memorias del subsuelo, ambas de F. Dostoievski, o como El capote de N. Gógol prefiguran ya en el siglo XIX un tipo de personaje crucial en la narrativa —y en la vida— del siglo XX y lo que llevamos de XXI: el hombre vencido por un entorno incognoscible aunque siempre adverso, una sociedad cuyas reglas degluten la individualidad del personaje sin argumentos, esperas ni motivos. Huelga decir que La metamorfosis, El castillo o El proceso —es decir, Kafka— son eso, y mucho más.

Una última razón por la que leer la no-vida de este Bartleby: la edición de Nórdica Libros, con unas ilustraciones de Javier Zabala que recogen perfectamente el confinamiento del personaje y el mundo árido de la novela. Os dejo el comienzo de la novela. Para quien quiera seguir, he aquí un enlace al texto completo.


SOY un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.

lunes, 4 de mayo de 2009

Pizarnik, la sangrienta.


Había en Nüremberg un famoso autómata llamado la "Virgen de Hierro". La condesa Báthory adquirió una réplica para la sala de torturas de su castillo de Csejthe. Esta dama metálica era del tamaño y del color de la criatura humana. Desnuda, maquillada, enjoyada, con rubios cabellos que llegaban al suelo, un mecanismo permitía que sus labios se abrieran en una sonrisa, que los ojos se movieran. La condesa, sentada en su trono, contempla. Para que la "Virgen" entre en acción es preciso tocar algunas piedras preciosas de su collar. Responde inmediatamente con horribles sonidos mecánicos y muy lentamente alza los blancos brazos para que se cierren en perfecto abrazo sobre lo que esté cerca de ella —en este caso una muchacha—. La autómata la abraza y ya nadie podrá desanudar el cuerpo vivo del cuerpo de hierro, ambos iguales en belleza. De pronto, los senos maquillados de la dama de hierro se abren y aparecen cinco puñales que atraviesan a su viviente compañera de largos cabellos sueltos como los suyos. Ya consumado el sacrificio, se toca otra piedra del collar: los brazos caen, la sonrisa se cierra así como los ojos, y la asesina vuelve a ser la "Virgen" inmóvil en su féretro.


Corría segundo de carrera —tiernos diecinueve añitos tenía yo por aquella época—, cuando en la asignatura de Literatura Hispanoamericana leímos, entre otros, a Alejandra Pizarnik. No sé si por falta de tiempo, preparación o de atención —probablemente por una mezcla de las tres— no terminé de empatizar con su poesía. Sin embargo, hubo algo que a mí, y a la mayoría de mis compañeros de entonces, nos sedujo: La condensa sangrienta. Claro, no era para menos.

Pizarnik recogía en suave e incitante prosa la leyenda de la Condesa Erzébet Báthory, aristócrata húngara del siglo XVI. La Condesa, en los periodos de ausencia guerrera de su marido primero, tras la muerte de éste después, fue desarrollando una obsesión por los estragos del tiempo en su cuerpo que se tradujo, con el paso de los años, en una búsqueda desesperada por retener la lozanía de su juventud. Como no podía ser de otra forma, una hechicera, de la que la Condesa se hacía acompañar, le sugirió que los estragos del tiempo se verían frenados si sustituía el agua por la sangre de doncellas jóvenes en sus baños. Erzébet Báthory —pues es lo común que los locos tomen por verdad irrefutable los disparates de los demás— no tuvo otra ocurrencia que seguir los consejos de su hechicera e iniciar así una pequeña cacería de la doncella por aquellas tierras húngaras. La historia, como os imagináis, no tuvo buen final, ni para todas las doncellas ésas cuya sangre usó la Condesa para sus baños rejuvenecedores ni, por último, para la propia Erzébet Báthory, que murió emparedada en su propio castillo.

El caso es que hoy, leyendo El País, he encontrado un artículo que informa sobre la reciente publicación de una edición de La condesa sangrienta ilustrada por Santiago Caruso. Algunas de las ilustraciones acompañan a este post. La obra de Pizarnik amplía la historia de la Condesa y le añade, al estilo de nuestro querido Conde de Lautréamont, unas gotas de sadismo, morbo, erotismo y sensualidad. Como muestra valgan los textos que inician y concluyen esta entrada. Si aún queréis más, podéis pinchar aquí. Eso sí, tened cuidado de no confundir la ficción de Pizarnik con vuestros propios anhelos de sangre. No digo más.



Salvo algunas inferencias barrocas —tales como la "Virgen de hierro", la muerte por agua o la jaula—, la condesa se adhería a un estilo de torturar monótonamente clásico que se podría resumir así:

Se escogían varias muchachas altas, bellas y resistentes —su edad oscilaba entre los 12 y los 18 años— y se las arrastraba a la sala de torturas en donde esperaba, vestida de blanco en su trono, la condesa. Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas tumefactas; les aplicaban los atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas; les punzaban las llagas; les practicaban incisiones con navajas (si la condesa se fatigaba de oír gritos les cosían la boca; si alguna joven se desvanecía demasiado pronto se la auxiliaba haciendo arder entre sus piernas papel embebido en aceite). La sangre manaba como un geiser y el vestido blanco de la dama nocturna se volvía rojo. Y tanto, que debía ir a su aposento y cambiarlo por otro (¿en qué pensaría durante esa breve interrupción?).

También los muros y el techo se teñían de rojo. No siempre la dama permanecía ociosa en tanto los demás se afanaban y trabajaban en torno a ella. A veces colaboraba, y entonces, con gran ímpetu, arrancaba la carne —en los lugares más sensibles— mediante pequeñas pinzas de plata, hundía agujas, cortaba la piel de entre los dedos, aplicaba a las plantas de los pies cucharas y planchas enrojecidas al fuego, fustigaba (en el curso de un viaje ordenó que mantuvieran de pie a una muchacha que acababa de morir y continuó fustigándola aunque estaba muerta); también hizo morir a varias con agua helada (un invento de su hechicera Darvulia consistía en sumergir a una muchacha en agua fría y dejarla en remojo toda la noche). En fin, cuando se enfermaba las hacía traer a su lecho y las mordía. Durante sus crisis eróticas, escapaban de sus labios palabras procaces destinadas a las supliciadas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto. Pero nada era más espantoso que su risa.