sábado, 28 de marzo de 2009

Confidencias (III). Vida, tiempo.


Era lo que me hacía falta este fin de semana: montañas de exámenes por corregir y una enfermedad extraña que me provoca fiebre, dolor de cabeza y de garganta y una sensación no del todo desagradable de estar flotando. Intentaré no sucumbir al pastilleo médico, que uno ha leído a Molière y sabe cómo se las gastan estos tipos. Así que si de placebos se trata, mejor me agarro La ciudad de Karmelo Iribarren y cumplo con el tercero de los cuatro post que os tenía prometidos. Además, éste me viene muy bien ahora: hablemos de la vida y del paso del tiempo, no en balde entre los temblores, los pañuelos y el zumo de naranja —¿alguien me puede aclarar de una maldita vez si el zumo de naranja sirve para algo en lo que a enfermedades se refiere?— me siento un viejo total. Bueno, a esto también contribuyen los casi treinta tacazos, pero como me ponga a pensar en eso creo que acabaré echándole mano a la gillette, y no para afeitarme, precisamente, aunque, ahora que lo pienso, un afeitadito no me vendría mal. Bueno, a lo que vamos: la vida y el tiempo. Jajajaja, vaya joda las dos.


"La felicidad"

Te sientas en una terraza
a tomar algo.
A pocos metros de ti,
niños y niñas patinan, saltan
a la comba, se pelean...
Enciendes un cigarro,
fumas plácida-
mente. Al fin llega
la cerveza: en su punto,
espumeante, fresca.

Cierras los ojos
y «esto es la felicidad»,
te dices.

Luego los abres
y ves a ese pobre viejo
hurgando en las papeleras.


Claro que esto va por barrios. No me negaréis que es mejor pincharse la concienzucha burguesa nuestra durante cuatro o cinco segundos que ser el tipo que rebusca en las papeleras. Mira, a lo mejor la imagen del viejito nos da para llenar los vacíos de conversación de nuestras vidas vacías criticando a los yankis, al capitalismo, a los banqueros y a Aznar (entre otros). Eso sí, mejor ir pidiendo otra cerveza más.


"Trágame tierra"

El semáforo cambia a ámbar,
no me va a dar tiempo
a pasarlo,
acelero,
pero es inútil,
rojo.

Freno,
y me entretengo mirando
a una deliciosa pelirroja
que empieza a cruzar
la calle,
y que me mira
a su vez,
que no me quita ojo,

y que resulta ser
—trágame tierra—
una amiga de mi hija.


Conclusión: no pienso pararme en ningún semáforo en rojo más. Prefiero el cajón a la visión inasible de la pelirroja.


"Señor"

No es que me moleste
en sí, pero
cuesta acostumbrarse.

Eso de que vayas
por ahí
tranquilamente
y se te acerque
una chavala
y te diga:
«¿Tiene hora, señor?»,

eso de que te saquen
de la pista
con tanta educación,
no es fácil de asumir,
qué duda cabe.


Y si eres calvo, ya ni te cuento. A todo esto, ¿alguien tiene algún kleenex por ahí? Entre las lágrimas y los mocos no doy una.


"Las resacas"

Las primeras tienen
su cosa, es cierto. Otra vez
con el trago en la mano,
uno se siente a gusto de sentirse
tan mal, de tener ese cuerpo,
de ser al fin el blanco
de miradas y risas (comentarios
jocosos, vacilones), ya sabes,
de sufrir como un hombre.

Luego vienen las otras,
las de siempre, las clásicas,
sin el encanto de la novedad,
las que uno ya conoce en su justa
medida, aburridas y tercas,
pegajosas, las que apenas
sorprender, las que una mañana
te avisan que ojo al parche,
pero tú ni te enteras.

Las últimas resacas,
las auténticas, las de verdad,
las que ni risas ni miradas
que valgan, las del vómito
encima, las del asco
y las lágrimas, las del miedo
a vivir y a morir de repente,
las de la más absoluta soledad,

ésas, amigo mío, mejor
que no las tengas que pasar.


Esto, para los que nos creemos muy hombres y, en realidad, somos tan estúpidos que somos incapaces de ver el patetismo de nuestra propia podredumbre. Las primeras tienen esa cosa de la juventud, de consecuencia del absurdo rito iniciático que la comunicad te impone para considerarte un tío. Las últimas contienen la arcada desesperada para, una vez que has conseguido esa consideración, olvidarte de que lo eres.


"Se acabó el cuento"

Se acabó el cuento,
amigo: esto es la vida.
Todos los grandes sueños
con los que hasta ahora
te has entretenido,
puedes dejarlos a la entrada.
Aquí no sirven de nada.


Y ésta es la consecuencia. Veámoslo a lo Juan Ramón. ¿Os acordáis del poema aquel de "Vino primero pura..."? En él, la concepción de la poesía de Juan Ramón pasa por distintas etapas hasta que, al final, se va desnudando ante el engolfamiento del Juanrra. Pues lo mismito pero cambiando la poesía —¿eso para qué sirve, maestro?— por la vida. ¿Cuál de los dos poemas preferís?


"Al límite"
(poema dedicado a todos vosotros)

Tienes veinte años,
tienes a la vida
por el cuello,
a tu merced;
pero no es suficiente,
quieres más.

Conozco
esa sensación.

Y te deseo mucha suerte,
porque la vas a necesitar.


Suerte, muchachada.

Os debo todavía un último post.

miércoles, 25 de marzo de 2009

El Manifiesto Vegas.


Así, como para relajarse y echarse unas risas después de los agobios de los exámenes, no es. Ahora, a poco que os coja un día con el paso cambiado y con ganas de desaparecer —reconocedlo, días de ésos los tenemos todos—, Nacho Vegas puede ser el mejor compañero de pensamientos nocivos y ganas de maldecir, empezando por uno mismo. En otro post ya os hablé de él a propósito de un proyecto, Lucas 15, en el que Vegas y otros recuperaban parte de la literatura tradicional asturiana con ritmos actuales. El Manifiesto Desastre es el nuevo trabajo por el que Nacho Vegas, heterodoxo, descreído, ensimismado, outsider..., aparece hoy por aquí.

Este último trabajo es su cuarto en solitario, tras Actos inexplicables, Cajas de música difíciles de parar y Desaparezca aquí. En medio, además de Lucas 15, encontramos otras dos colaboraciones, una con Bunbury en El tiempo de las cerezas y otra con Christina Rosenvinge en Verano fatal. Es curioso lo que, al menos a mí, me pasa con este tipo. Lo conocí a través del disco con Bunbury. Al principio, sus canciones me resultaban extrañas, incomprensibles, vacías, como si estuvieran escritas en un lenguaje que no comprendía. Recuerdo que cuando escuchaba El tiempo de las cerezas siempre pasaba sus canciones y sólo escuchaba las de Bunbury. Bajé, más por curiosidad de entomólogo que por gusto musical, Cajas de música... y Desaparezca aquí. Los tuve en el disco duro un tiempo, sin descomprimir siquiera. Un día —uno de ésos en los que me había levantado con el pie cambiado y con ganas de desaparecer—, me dio por escucharlos. Y ahí fue. Las buenas cosas siempre nos descubren a nosotros, nada de nosotros a ellas. Esto vale también para los libros, y me da a mí que también para las personas.

Después de eso vendría mi entusiasmo por Lucas 15 —uno de los discos que más he regalado—, por Verano fatal —y, a partir de éste, por Tu labio superior, de Christina Rosenvinge, que tiene una canción titulada Tu boca por la que merece la pena fatigar kilómetros y kilómetros—, mi redescubrimiento de El tiempo de las cerezas y, ahora, de advenimiento de El Manifiesto Desastre.

Nacho Vegas es un tipo con unas melodías y unas letras obsesivas. Descarnadas, perdedoras, pesimistas, la mayoría. Sinceras o no —eso me da igual—, consiguen taladrarme y enfrentarme a algunos de mis miedos más perdurables, fundamentalmente aquéllos recurrentes sobre las relaciones humanas, ya sabéis de qué os hablo. Os dejo algo de este tipo para que comprobéis. Ahora, eso sí, elegid bien los tiempos. O, mejor, dejad que sean ellos quienes os elijan a vosotros.

"Morir o matar", último corte de El Manifiesto desastre.



"La plaza de la Soledá", de Cajas de música difíciles de parar.



"Nuevos planes, idénticas estrategias", de Desaparezca aquí.



Para terminar, el vídeo de "El hombre que casi conoció a Michi Panero", grabado en el Liceo de Barcelona con Bunbury, correspondiente al disco El tiempo de las cerezas.

martes, 17 de marzo de 2009

Mal de escuela.

A Juan, Ana, Pili, Raquel, Fran, José Antonio et alii,
a nuestras conversaciones inacabadas y a sus enseñanzas.


Todavía me quedan veinte páginas para terminarlo, Juan. Me lo he tragado en un par de ratos, este sábado después de almorzar y hoy martes. En la terraza —ésa que espero que pronto conozcas—, mirando el mar. Por supuesto, después de algún tiempo desde que nos conocemos y unas cuantas horas de conversación, mantel y botellas, no dudaba de tu acierto con el regalo. "¡Son aaaaaños!", diría el maître de Piégari, un restaurante de La Recoleta, en Buenos Aires, que te encantaría. Permíteme poner al resto en antecedentes. Hablo de Mal de escuela, un libro de Daniel Pennac que trata sobre la visión que de la enseñanza —así, en minúscula mejor— tiene este viejo profesor francés que fue un perfecto zoquete en sus años de escuela.

Un tipo que sabe de lo que habla. Eso contra tantos discursitos, ¿verdad? ¿Puedo comenzar citando unas palabras del libro ante las que no he podido evitar sonreírme pensando en alguna charla nuestra (y en algún conocido nuestro también)?:

«Algunos colegas se creen unos Karajan que no soportan dirigir el orfeón municipal. Todos sueñan con la Filarmónica de Berlín, lo que es comprensible...»


Tentado estoy también de poner ahora la canción de Karina del "Baúl de los recuerdos", por aquello de que "cualquier tiempo pasado —sobre todo en la enseñanza y para mucha gente— siempre fue mejor". Discursitos, más discursitos. Pero, ¿qué hacemos con los ojos que tenemos delante dispuestos a escucharnos, a creer que lo que les decimos en esos sesenta minutos es importante para ellos, para sus vidas? ¿Y qué hacemos también con los que no quieren, Juan? Digamos que delante tenemos primeros violines de la Filarmónica de Berlín y pedigüeños flautistas de boca de metro. Y ahí (un 1º E.S.O. D o F, un 2º E.S.O. G, pero también un 3º E.S.O. E o un 1º Bach. B) está el tajo. Ahí no sirve la excusa del "no valen" ni tan siquiera la del "no tienen base", como tampoco es lícito —sí, moralmente lícito— el sopor autocomplaciente de la adulación a-de los alumnos ni el timo intelectual de "hay que ver lo buenos que son estos niños que se lo saben todo".

Tú y yo coincidimos en que tenemos el trabajo más bonito del mundo, también uno de los más peligrosos, de los más arriesgados. Cuando nos ponemos delante de todos esos ojos estamos cargados de responsabilidad. Sí, quizás no suene progre decir eso ahora, y lo mejor sería criticar leyes de calidad, ratios (o ratias), hablar de la deslegitimación (sic) de la función docente (resic) o de lo poco poquísimo que leen los niños de ahora (porque hace veinte años las bibliotecas estaban llenas y porque todos nosotros llevamos a Garcilaso todo el día debajo del sobaco). Sin embargo, seguimos estando ahí, delante de sesenta ojos, con cuatro horas a la semana y todo un mundo que compartir con esos alumnos.

«Todo lo malo que se dice de la escuela nos oculta el número de niños que se han salvado de las taras, los prejuicios, la altivez, la ignorancia, la estupidez, la codicia, la inmovilidad o el fatalismo de las familias» (y de algunos de sus profesores y, si quieres, también del sistema —ahora creo que debería escribirlo en mayúscula)—.


Y el miedo, a veces. Miedo suyo; miedo nuestro. Miedo a aprender; miedo a enseñar. También el asco: pronunciar mal a conciencia una palabra en inglés porque no les da la gana hacerlo bien, porque creen en el marchito prestigio del guiñapo; ensañarnos con el sujeto y el predicado, morfemas flexivos y derivativos, porque somos incapaces de hacerles visible el significado que chillan las palabras de un texto.


«Conservo la conciencia de que era preciso hablar con los alumnos en el único lenguaje de la materia que yo les enseñaba. ¿Miedo a la gramática? Hagamos gramática. ¿Falta de apetito por la literatura? ¡Leamos! Pues, por muy extraño que pueda pareceros, oh alumnos nuestros, estáis amasados con las materias que os enseñamos. Sois la propia materia de todas nuestras materias. ¿Infelices en la escuela? Tal vez. ¿Sacudidos por la vida? Algunos, sí. Pero, a mi modo de ver, hechos de palabras, todos vosotros, tejidos con gramática [y con pragmática], llenos de discursos, incluso los más silenciosos o los menos armados de vocabulario, obsesionados por vuestras representaciones del mundo, llenos del literatura en suma, cada uno de vosotros, os ruego que me creáis.»


«¡Oh, el penoso recuerdo de las clases en las que yo no estaba presente! Cómo sentía que mis alumnos flotaban, aquellos días, tranquilamente a la deriva mientras yo intentaba reavivar mis fuerzas. Aquella sensación de perder la clase... No estoy, ellos no están, nos hemos largado. Sin embargo, la hora transcurre. Desempeño el papel de quien está dando una clase, ellos fingen que escuchan. Qué seria está nuestra jeta común, bla bla bla por un lado, garabatos por el otro, tal vez un inspector se sentiría satisfecho; siempre que la tienda parezca abierta... Pero yo no estoy allí, diantre, hoy no estoy allí, estoy en otra parte. Lo que digo no se encarna, les importa un pimiento lo que están oyendo. Ni preguntas ni respuestas. Me repliego tras la clase magistral. ¡Qué desmesurada energía dilapido entonces para que tomen esa ridícula brizna de saber! Estoy a cien leguas de Voltaire, de Rousseau, de Diderot, de esta clase, de ese jaleo, de esa situación, me esfuerzo para reducir la distancia pero no hay modo, estoy tan lejos de mi materia como de mi clase. No soy el profesor, soy el guarda del museo, guío mecánicamente una visita obligada.»


En fin, Juan, a seguir. Creo que, para compensar, te voy a mandar un poema de ésos en los que salen jais y tipos que podríamos —y deberíamos— ser nosotros que las conquistan y hablan con ellas toda la noche sobre filosofía neokantiana, pongo por caso. Un abrazo, monstruo.