domingo, 25 de octubre de 2009

Caín.

Cuando el señor, también conocido como dios, se dio cuenta de que a adán y eva, perfectos en todo lo que se mostraba a la vista, no les salía ni una palabra de la boca ni emitían un simple sonido, por primario que fuera, no tuvo otro remedio que irritarse consigo mismo, ya que no había nadie más en el jardín del edén a quien responsabilizar de la gravísima falta, mientras que los otros animales, producto todos ellos, así como los dos humanos, del hágase divino, unos a través de mugidos y rugidos, otros con gruñidos, graznidos, silbos y cacareos, disfrutaban ya de voz propia. En un acceso de ira, sorprendente en quien todo lo podría solucionar con otro rápido fíat, corrió hacia la pareja y, a uno y luego al otro, sin contemplaciones, sin medias tintas, les metió la lengua garganta adentro.


Así comienza Caín, la nueva novela de José Saramago. Conociendo a ambos personajes, el novelado y el novelador, uno sabía antes de leer las ciento noventa páginas del libro que ni el asesino de Abel iba a ser retratado como un abyecto homicida ni el narrador Saramago, siempre presente en sus novelas casi como un personaje más, se iba a conformar con la creación de un personaje sumiso y abrumado por la omnipotencia divina. En efecto, nada de eso ha pasado.

Como este fin de semana me ha dado por agobiarme por distintos motivos que no vienen al caso —decía Blas de Otero que "ser hombre" era "horror a manos llenas"—, el sábado por la noche, en la cima de este siroco que tanto y tan bien me quiere, me humillé a comprar el nuevo libro de Saramago en el bendito OpenCor, abierto hasta las dos de la madrugada, y que más de una vez me ha servido tanto para un roto como para un descosido. Dieciocho mortadelos y pico, en pasta dura, letra grande y papelito de greenpeace. "Bienempleados sean dieciocho euros si consiguen ahuyentarme esta noche el horror", pensé. Y, bueno, con etapas de insomnio inclemente, el objetivo, mal que bien, se ha cumplido. Resultado: libro acabado en tiempo récord y otra novelita de Saramago que me echo al coleto. Interesante la novela, eso sí.

La parte conocida es que Caín mató por envidia a su hermano Abel. Hasta ahí nos cuenta la Biblia. Saramago, como ya hizo en El evangelio según Jesucristo, parte de un hecho bíblico para proponer situaciones que, pese a parecer descabelladas a primera vista, van encajando en la novela y en nuestro razonamiento como si su lugar hubiese estado fijado desde antes, desde siempre. Así, Caín, en conversación con Dios —impagable este Dios-personaje, humanizado, iracundo pero inseguro, negociador y taimado—, le hace tan responsable como a él mismo de la muerte de su hermano. Dios, atento, da la razón a Caín y, en lugar de acabar con él, lo condena a vagar errante pero, al mismo tiempo, le concede algo parecido a la inmortalidad. Desde entonces, Caín vagará por tierras y tiempos, y será testigo de episodios bíblicos que verá con nuevos ojos, con nueva visión, con aquella visión clarividente que posee quien conoce que Dios es, como mínimo, tan cruel como los hombres.

Reencontrarme con Saramago es un placer difícilmente explicable. Recuerdo mi primera lectura, la de El evangelio, cuando estaba en primero de carrera y me dedicaba a leerlo en enero, en lugar de estudiar aquellos exámenes más o menos ininteligibles. Recuerdo charlas impagables con Rosa sobre Saramago en las que analizábamos apasionadamente personajes, narrador, anécdotas, voces, sintaxis... mientras ella me iba descubriendo el Ensayo sobre la ceguera. Recuerdo haberle devuelto el favor con La caverna, que, previamente, me había dejado Carmen. Todo eso hasta llegar aquí, ahora, anoche, esta mañana, mientras Víctor y yo leíamos la misma novela, comentábamos el episodio de las esclavas y Caín, y yo sentía que todo, por un momento, volvía a encajar.


El primer capítulo de la novela, aquí.

viernes, 16 de octubre de 2009

Cummings, arma de doble filo.

Terminar un viernes a las diez y cuarto puede ser un arma de doble filo. En fines de semana como este, sin nadie a quien ver y con apetitos irrealizables, me dejo llevar por el ritmo de las mareas y me avengo junto al mar amparando mi soledad en un libro de E. E. Cummings. De sus páginas —no me acostumbro a este milagro de los libros por más que lo lleve experimentando muchos años— sale la luz hiriente de tres poemas que abren el cielo encapotado de este viernes a medias.

Conocí a Cummings —como otras muchas cosas— a través de Woody Allen. En Hannah y sus hermanas, Elliot, personaje interpretado por Michael Caine, le regala un libro suyo a su cuñada, de la que secretamente está enamorado. Le recomienda con especial vehemencia que lea el poema de la página ciento doce, pensé en ti cuando lo leí, le dice. Ella, más tarde, en la cama, lo lee y llora. La suerte estaba echada.

Aunque Cummings es un poeta más o menos conocido, me costó mucho encontrar ese poema en una traducción decente y en una edición atractiva. Finalmente, di con él en una edición bilingüe de la editorial Hiperión titulada Buffalo Bill ha muerto. La misma que he abierto esta mañana, la misma que contiene estos tres poemas.


I

ven un poco más lejos —por qué tener miedo—
ya despunta la primera estrella (¿tienes algún deseo?)
tócame
antes de que perezcamos
(créeme que nada de cuanto se ha
inventado podría arruinar esto o este instante)
bésame un poco:
el aire
se oscurece y está vivo—
vive conmigo en la parquedad de
estos colores;
que solos a duras penas
están siempre fuera del alcance de la muerte


II

porque te amo) anoche

ataviada con encajes marinos
se me apareció
tu alma deslizándose
con un risueño montón
de perlas algas corales y piedras;

se elevó, y (hundiéndose ante
mis ojos) hacia dentro, huyó; suavemente
tu rostro sonrisa pechos engullidos
por la muerte: ahogados solo

para volver a subir cuidadosamente a través de la profundidad
tus muñecas
muslos pies manos

irguiéndose
para volver a desaparecer por completo;
precipitándose suave rápidamente arrastrándose
anoche, todo tu
cuerpo con su espíritu flotaba
(ataviado sólo con

el agudo y oscilante murmullo de la marea


III (este es el poema de la película)

en algún lugar adonde nunca he ido, gozosamente más allá
de toda experiencia, tus ojos tienen su silencio:
en tu gesto más delicado hay cosas que me rodean,
o que no puedo tocar porque están demasiado cerca

tu mirada más leve me abrirá sin esfuerzo
aunque me haya cerrado como un puño,
tú siempre me abres pétalo a pétalo como abre la Primavera
(tocando hábil, misteriosamente) su primera rosa

o si tu deseo fuera cerrarme, yo y mi vida
nos cerraremos muy delicadamente, de repente,
como cuando el corazón de esta flor imagina
la nieve cayendo cuidadosamente por todas partes;

nada de lo que podamos percibir en este mundo iguala
el poder de tu intensa fragilidad: su textura
me domina con el color de sus países,
produciendo muerte y eternidad a cada latido

(no sé qué hay en ti que se cierra
y se abre; pero algo en mí comprende
que la voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas)
nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas


Escena completa en la que aparece este poema.



Segundo movimiento del Concierto en Fa menor de J. S. Bach incluido en la banda sonora de Hannah y sus hermanas.

lunes, 5 de octubre de 2009

Si la cosa funciona...

"Aprovecha todo el amor que puedas dar o recibir, toda la felicidad que puedas birlar o brindar, cualquier medida de gracia pasajera... Si la cosa funciona..."

Es raro que yo no haya hablado antes de Woody Allen por aquí. La primera película suya que vi fue Toma el dinero y corre, que venía en una colección en vhs que compró mi padre al que, por cierto, no le gusta el cine. Bueno, no es exactamente que no le guste, sino que sólo ve las pelis del oeste y, como nunca se acuerda de nada, las puede ver el tío diez o quince veces como si fuera la primera vez. Luego, muchos años después, en Canal + pusieron otras cuantas, Hannah y sus hermanas, entre otras, y me volvió a llamar la atención aquel judío de gafas de pasta que no paraba de hablar. En el verano de 2001, no sé por qué, llegaron a mis manos Annie Hall y Manhattan, y aquello supuso uno de los descubirmientos más grandes de mi vida. ¡Joder!, el tipo de las gafas de pasta y de la cara boba decía cosas muy interesantes. Ese mismo septiembre apareció en los quioscos de prensa una colección con la filmografía completa de Woody Allen, y yo usaba mi exigua manutención para la comida para comprar las pelis. Ha sido una de las mejores inversiones que he hecho jamás, os lo aseguro.

Quizás muchos únicamente conozcáis a Woody Allen por ser el director de la peli esa en la que Penélope Cruz y Scarlett Johansson se dan un morreo de media hora y por la que a la adorable Pe le dieron un Oscar. Bueno, pues tengo el inmenso placer de anunciaros que Woody Allen es mucho, muchísimo más, y que esa peli sólo es una de las peores de su filmografía.

En efecto, Manhattan —la sonrisa de Tracy...—, Annie Hall —el mundo se divide entre lo horrible y lo miserable—, Delitos y faltas —mi peli favorita; la cara de derrotado de Woody Allen en la última escena me sigue sobrecogiendo cada vez que la veo—, Septiembre —el universo es fortuito, moralmente neutro e increíblemente violento—, Match Point —¿Sabes que tienes un juego muy agresivo? / ¿Sabes que tienes unos labios muy sensuales?—... son verdaderos arcanos del humor, el dolor, la cordura, la locura, de la felicidad, de la infelicidad... de la vida, en fin, que es lo que se palpa en todas las películas de este amante infiel de Nueva York.

Ahora, en el cine, acaba de estrenarse Si la cosa funciona. No hay efectos especiales, no hay naves ni tiros, no hay malos ni buenos, no hay fiestas de adolescentes subnormales diciendo imbecilidades. No hay nada de eso. Precisamente por todas esas razones no os la podéis perder. La película cuenta la historia de Boris Yellnikoff, un físico desengañado que se gana la vida enseñando a jugar al ajedrez en el parque a unos niños a los que siempre acaba insultando. Boris tiene una visión iconoclasta y descarnada de la vida, y no suele dejar títere con cabeza cuando habla. Sin embargo, la vida se va a encargar de mostrarle una nueva perspectiva del asunto, una nueva forma de aceptar el paso del tiempo y, por supuesto, la seguridad de la muerte. Son los mismos temas de Woody Allen de siempre, ya, pero... ¿quién quiere más?




Y, de regalo, la primera escena de Manhattan. ¡Esto es cine!