domingo, 21 de agosto de 2011

Bebiendo la luz (II).


Como los dos sufrimos insomnios y sirocos en verano; como a los dos no nos basta con las anacreónticas de Meléndez Valdés ni con toda la poesía del XVIII; como se nos caen de las manos frascos de cristal o vasos de whisky que nos dañan el cuerpo y lo que no es el cuerpo; como solemos comportarnos como payasos cuando nos miramos en los espejos; como sucede todo eso, mi querido Pablo, acéptame estos poemas de Sánchez Rosillo que tú me enseñaste sobre el tiempo y sus estragos, sobre la dicha que termina y la lejanía que nos alcanza. Sirvan los dos o tres que copio más abajo para que sepas que hoy es sábado, que hace calor en Sevilla, que el vecino del quinto vuelve a toser y que, mientras escribo, el hielo se derrite en el vaso.


All passion spent

Cuánto trabajo cuesta, cuando la dicha acaba,
Admitir que acabó y aceptar dignamente
Esa nada terrible que sigue a la hermosura.
Ha cesado el encanto y ya no somos dueños
De aquella llamarada: tanta luz, maravilla
De lo que siendo efímero semeja eternidad.
Ahora vuelven los días a ser hábito triste,
Tiempo destartalado en el que va cumpliéndose
Nuestro destino de hombres. “No puede ser
-decimos- verdad esta indigencia en que nos ha dejado,
De repente, la vida; un mal sueño nos tiene”.
Y removemos, tercos, la escoria de la luz.
Pero nada encontramos. Y respiramos muerte.


Nunca

Ya nunca oiré la voz
de alguien joven diciendo para mí, también joven,
las palabras aquellas que escuché algunas veces
mientras duró la juventud, acaso
las únicas palabras que merazcan oírse:
«Amor mío, amor mío». Labios trémulos
las pronunciban. Sé que es imposible
que ese tiempo regrese y que yo vuelva a oírlas
con estremecimiento como entonces.
Lo sé, lo sé muy bien. Y qué terrible
resulta esta verdad tan sin remedio,
esta miseria absurda y para siempre.


Lejos

Cómo se desdibujan con los años
los detalles precisos de la felicidad:
el verdadero tono de tu voz, los matices
de tu pelo y tu piel bajo la luz dorada
de aquel febrero insólito, el acento
con el que pronunciabas las palabras
mágicas y suales del amor, tu manera
de reír, de mirarme. El recuerdo aproxima
el agua a nuestros labios, pero el tiempo
no nos deja beber. Tantean los ojos
en la noche cerrada y la memoria es sueño
que solo vagamente me devuelve tu imagen.



Además, como sé que son de tu agrado los ejercicios de literatura comparada, permite a este torpe muchacho, que tan poco sabe ya ordenar lo que archiva en la memoria, acercarte tres miradas de Rosillo, Szymborska y Borges a sus yos respectivos, mucho más jóvenes.


"Retrato del poeta adolescente", de Sánchez Rosillo.

Cuánto tiempo ha pasado, cuántas cosas
que has vivido olvidaste. Pero aún puedes,
si miras hacia atrás, ver a lo lejos
a aquel muchacho apenas parecido
al hombre que ahora eres.
En la tarde
de un antiguo verano está sentado
debajo de la acacia que hace poco
cantaste en otros versos. Deja el libro
que en las manos tenía, y mira el campo
mientras piensa o sueña.
Después abre un cuaderno
y escribe allí un poema que tú ya no recuerdas.


"Adolescente", de Szymborska.

¿Yo, adolescente?
Si de repente, aquí, ahora, se plantara ante mí,
¿tendría que saludarla como a una persona próxima,
a pesar de que es para mí extraña y lejana?

¿Soltar una lágrima, besarla en la frente
por el mero hecho
de que tenemos la misma fecha de nacimiento?

Hay tantas diferencias entre nosotros
que probablemene sólo los huesos son los mismos,
la bóveda del cráneo, las cuencas de los ojos.

Porque ya sus ojos son como un poco más grandes,
sus pestañas más largas, su estatua mayor
y todo el cuerpo recubierto de una piel
ceñida y tersa, sin defectos.

Nos unen, es cierto, familiares y conocidos
pero casi todos están vivos en su mundo,
y en el mío prácticamente nadie
de ese círculo común.

Somos tan diferentes,
pensamos y decimos cosas tan distintas.
Ella sabe poco,
pero con una obstinación digna de mejores causas.
Yo sé mucho más,
pero, a cambio, sin ninguna seguridad.

Me muestra unos poemas
escritos con una letra cuidada, clara,
que no tengo ya desde hace tiempo.

Leo y leo esos poemas.
A lo mejor este de aquí,
si lo acortáramos,
y lo corrigiéramos en un par de lugares.
El resto no augura nada bueno.

La conversación no fluye.
En su pobre reloj
el tiempo es barato e impreciso.
En el mío mucho más caro y exacto.

Al despedirnos nada, una especia de sonrisa
y ninguna emoción.

Sólo cuando desaparece
y olvida con las prisas la bufanda.

Una bufanda de pura lana virgen,
a rayas de colores,
hecha a ganchillo
por nuestra madre para ella.

Todavía la conservo.


El otro, de Borges.




Buenas noches, Pablo.


jueves, 11 de agosto de 2011

Böll und Blum.


Acabo de ver en la tele a una gorda probándose el vestido de novia de su vida y llorando. Por lo que se ve, hay un programa donde la basca se dedica a eso: una torda que dice que se va a casar se lleva a su madre y a sus amigas a una tienda cara para elegir el vestido de su boda. Allí, una tele las graba soltando sus despapuchos —y sus lágrimas— y corriéndose vivas cuando le dicen a la jai lo guapísima que está. Yo, en momentos como estos, siempre pienso en la gripe porcina aquella que salió hace tiempo. No sé por qué, pero siempre pienso en lo mismo, y me imagino a los viruses de la gripe porcina devorando a la novia gorda de la tele, y a su madre, y a las zorris de sus amigas, y dándole a su novio imbécil por el ojete y todo lo demás. Yo pienso muchas cosas de esas, casi todo el día. Me parece lo más normal del mundo.

Ya, con la cosa, me he engorilado y he hecho un par de rondas zapeadoras por los veintinueve canales de tv que hay en el piso. Mi debilidad son los de adivinos expertos en mediummidad [sic]. Algunos de ellos dicen cosas acojonantes que te hacen desear que Diana, la de la serie V, nos hubiese mandado, en los ochenta, a todos los humanos a la cámara de conversión. Por ejemplo, había un tío hace un par de años que decía que había ganado un concurso de adivinos en Avignon (Víctor y yo flipábamos con este). La cosa no es lo que hubiese ganado. A mí me intrigaba por qué cojones, entre todas las ciudades del mundo, el jambo aquel eligió Avignon. Hay otra tía, de nombre Aída, que reparte consejos matrimoniales y de salud y siempre se despide alzando los brazos y diciendo "un beso de luz". Después hay otro tío de pelo largo que se pone a bailar música disco y a hacer movimientos que él considerará sugerentes mientras sostiene una bola de cristal. Hay gente muy cogida en la tele, de verdad.

Claro que el cogido tengo que ser yo por flipar con eso. También me gustan los canales de teletienda. No los que ofrecen cosas para ponerse fuerte (máquinas para abdominales, vshaper, zapatos especiales con los que te salen más músculos que a he-man cuando sacaba la espada y gritaba por el poder de grayskull yo tengo el poder), no, esos no. Me interesan los de cocina. Los cortadores, los peladores, las ollas que cocinan sin aceite sin fuego y casi sin olla, las sartenes de titanio, que, a propósito, es el mismo material con el que se fabrican las naves espaciales —eso dice el anuncio y yo me lo creo— y todo lo demás. En fin, un lío.

Así que en esta noche tenía pocas cosas que hacer. La tele y sus arrabales, escuchar en la radio —hora25, la brújula, la linterna, 24horas— lo mal que está todo a pesar del repunte hoy de los parqués mundiales y la subida de los valores más cotizados del ibex35, más libros, más pelis... Solución de emergencia: trago de Jack —ese amigo que nunca falla—, un disco de Sonny Rollins que compré ayer —el único grande al que he visto en directo— y a tristear soltando mis jeremiadas en un nuevo post.

En realidad, me he quedado sin espacio para hablar de El honor perdido de Katharina Blum, una novelita de Heinrich Böll, que era de lo que yo quería hablar. Este, Böll, era un tipo que tenía pendiente desde hace muchos años. Desde el 99, por lo menos, cuando estaba en primero de carrera y no tuve otra ocurrencia que elegir como "Segunda lengua y su literatura" alemán. Me veía yo ya leyendo a Nietzsche en alemán, con todos mis cojones. Igualito que aquella vez que me matriculé en el conservatorio porque quería aprender a tocar el piano. La joda fue que primero me tenía que tragar un año entero de solfeo y el piano ni lo olía. Por supuesto, no sé tocar ni el organillo, aunque tengo mi primero de solfeo aprobado, eso sí. El caso es que el profe de aquella asignatura, Kurt noséqué, nos hablaba de vez en cuando de literatura. Y a mí me llamó la atención el nombre de Heinrich Böll, sería por la diéresis, que me lo hacía muy exótico. Y recuerdo que nombró esa novelita, apenas cien páginas, El honor perdido de Katharina Blum. Además me llamó la atención el título. Eso de que una señora con ese nombre tan respetable perdiese algo tan importante como el honor me ponía mucho a mí en aquella época, también ahora.

Como el DRAE es fuente inagotable de placer y verdad, dice esto de "honor" en su tercera acepción: "Honestidad y recato en las mujeres, y buena opinión que se granjean con estas virtudes". Con un toque kafkiano, la pobre Katharina, como suele ser habitual, se hace merecedora de toda la mala reputación por enamorarse del hombre que no debe. En realidad, son un periódico y un periodista quienes se dedican a difamarla a base de bien. Ella, claro, le da matarile al plumilla y, muerto el perro, se acabó la rabia (y se abrieron las prisiones, se entiende). Tranquis, no desvelo nada, toda la novela es un flash-back a partir de ese dato inicial. Tipo Él túnel, por ejemplo, de Sabato. Además del interés de la propia historia, el narrador es frío, distante y obsesivamente objetivo. Tanto que nos hace sospechar. Ya lo decía el gran Lázaro Carreter: "El objetivo de la educación es hacer desconfiar de la evidencia" (cita facilitada por Muriel).

A la pobre Katharina le quitaron el honor por enamorarse. A las honorables novias de la tele las sacan en prime time para que todos queramos tener una vida mortadela como las suyas. Los videntes premiados honorablemente en avignones y otras ciudades lejanas echan sus cartas y reparten sus besos de luz para solucionar los problemas de la gente a razón de euro sesenta el minuto. Apuro el segundo jack. Artaud lo vio claro: "Me destruyo para saber que soy yo y no todos ellos".

EL INFORME que sigue se basa en algunas fuentes secundarias y en tres principales, que se nombran al principio una vez, pero que más tarde no se vuelven a mencionar. Las fuentes principales son atestados policíacos, el abogado doctor Hubert Blorna y el fiscal Peter Hach, compañero de estudios del anterior, quien -de manera confidencial, se entiende- completó el sumario, añadiendo ciertas actuaciones de la autoridad y los resultados de diversas pesquisas. Huelga subrayar que este trabajo tuvo carácter extraoficial, y que sus conclusiones se destinaron exclusivamente a uso privado, porque al fiscal le llegaba al alma el disgusto de su amigo Blorna. Éste no encontraba una explicación para todo lo ocurrido y, a pesar de ello, “si lo analizaba bien, no le parecía inexplicable, sino más bien lógico”. El caso de Katharina Blum, en vista de la actitud de la acusada y de la difícil posición de su defensor, doctor Blorna, aparecerá, de todos modos, más o menos ficticio, y ciertas pequeñas incorrecciones, como las que cometió Hach, resultan comprensibles e incluso disculpables. No hace falta mencionar aquí las fuentes secundarias, unas de mayor y otras de menor importancia, ya que el mismo informe demostrará sus vínculos, enredos y confusiones, y pondrá de manifiesto la consternación que produjeron.


sábado, 6 de agosto de 2011

Bebiendo la luz (I).


A vueltas, como siempre, con el descubrimiento, que puede suceder cuando y donde sea. El último se llama Confidencias, una antología del poeta murciano Eloy Sánchez Rosillo en la editorial Renacimiento. Las formas de llegar al descubrimiento, decía, son muchas. La historia ha dejado escritas algunas de ellas: el huevo como ejemplo de la redondez del mundo y la búsqueda de unas Indias que no fueron las que tenían que ser, la manzana gravitatoria, Arquímedes y su baño que me enseñaron en la física del instituto...

También se descubren libros, personas. Suelen ser apariciones, fulgores —una palabra muy de Rosillo—, a las que solemos lanzarnos para atrapar, mientras duran, toda la luz que podamos. A veces, es una luz disfrazada de pavesa, que se nos clava en los ojos muy rápidamente pero cuyo calor pronto desaparece. Otras, en cambio, es un fuego cálido, o una llamarada, que prende, crece y, aun en los momentos más fríos, nos calienta con su rescoldo omnipresente. De todo nos encontramos en la vida, de todo nos tenemos que saciar. La historia de la literatura —y de la vida— nos lo lleva diciendo siglos. Carpe diem. Collige, virgo, rosas.

Aviso de caminantes

En la suma de días indistintos
que la vida da al hombre, acaso hay uno
en que el destino, trágico y hermoso,
pasa por nuestro lado y el azar manifiesta
una insólita luz, un desusado
fulgor inconfundible.
Pero no has de dudar. Ten el coraje,
cuando llegue el momento,
de abandonar las cosas con que siempre
te engañó la costumbre, y sube pronto
a ese carro de fuego.
Poco dura
el milagro.
Después, si te negaras
a partir, sólo noche
merecerás. Y nunca, aunque quisieras,
podrás comprar la luz que despreciaste.



El fulgor del relámpago

Hay cosas que la vida te da cuando ya apenas
podías esperarlas, y su luz
maravillosa, elemental, purísima,
te hace feliz de pronto. Y desgraciado,
pues comprendes que no te corresponde
ese milagro ahora y que no debes
a ciegas entregarte a lo que era
propio tal vez de otro momento tuyo,
de un momento anterior, cuando tenías
fuerzas para ser libre.
Mas déjate llevar, y vive esa hermosura
con coraje, sin miedo. A qué pensar
en lo que te conviene. Es muy fugaz la dicha.
No la desprecies. Tómala. Y apura
el fulgor del relámpago.
Después,
tiempo tendrás para seguir muriéndote.



La necesidad, sea el tiempo que sea, que todos tenemos de seguir vivos, de sentirnos vivos, no en el recuerdo, no en la rememoración de lo que fue o pudo haber sido, sino el deseo humano de vivir en presente, sin pensar en más tiempo que en ese, es un tema central de la poesía de Sánchez Rosillo. También el paso del tiempo, la rememoración prudente, sosesagada, reflexiva, de la dicha pasada. Esto lo entronca con poetas como Machado o, por ejemplo, con Zagajewski o Szymborska. Pero eso ya es parte del siguiente post. Sirvan, como adelanto, estos cuatro versos.

Hoy

Toqué entonces el mundo: lo hice mío, fue mío.
Han pasado los años.
Ahora ya solo soy
el que recuerda, el que vivió, el que escribe.